Fecha: 9 de julio de 2023
No podemos dejar a un lado la mirada sobre el mundo de la política, aunque parezca un ejercicio complejo, principalmente cuando hay que tomar decisiones importantes que afectan al ejercicio del poder, como es el caso de las elecciones democráticas. Es responsabilidad ciudadana, pero sobre todo es responsabilidad del cristiano consciente. No olvidamos que, como nos ha recordado el magisterio de los papas recientes, la política merece el aprecio de uno de los más valiosos servicios que una persona puede prestar a la sociedad: es ejercicio de caridad social.
Esta mirada al mundo del poder político nunca ha faltado en la Iglesia, desde los mismos comienzos. San Pablo, el Libro de los Hechos de los Apóstoles, la Primera Carta de San Pedro, se esforzaron claramente en mostrar que los cristianos no eran por sí mismos ninguna amenaza para el poder establecido. Siempre pesó mucho la máxima de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,13-17). Palabras liberadoras, principio de secularidad, en el sentido de autonomía de las realidades temporales.
Otra cosa era cuando este poder se entendiera como “teocracia”, es decir, cuando el propio poder se presenta como avalado por la autoridad divina, y adornado con sus propiedades: así las autoridades judías del tiempo de Jesús o incluso el mismo emperador romano (divus) cuando exigía la sumisión debida a la divinidad. Es en estos casos cuando los cristianos siguieron aquella máxima que salió de los labios de Pedro y Juan al responder a las pretensiones del Sanedrín. Una máxima que estuvo presente en el fondo de todos los sucesos martiriales de la historia: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Ni los hombres, ni ningún poder político son Dios, ni pueden exigir nada que solo Dios puede pedir en justicia.
No pensemos que esta pretensión de “divinización” de la autoridad fue cosa de la antigüedad. Hoy persiste, alimentada por ideologías mesiánicas, que se resisten a aceptar una instancia por encima de ellas, dando lugar a regímenes políticos totalmente represivos. El filósofo Jean Guitton escribía en su Testamento Filosófico:
“Si Dios no está por encima del pueblo, es el pueblo quien se convierte en Dios, la ley humana en voluntad de Dios, el derecho humano en derecho divino. La libertad de pensar de forma distinta a la opinión pública se vuelve idéntica a la blasfemia. No hay entonces ni democracia, ni libertad, ni laicidad” (Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Madrid 1998, 191. En conversación en Fr. Mitterrand)
Que Dios Padre esté por encima de todos nosotros, de todos los poderes, en primer lugar, es liberador, pues Dios es sabiduría y amor, verdad y libertad. Pero, además, es iluminador, alumbra el mundo y la historia, y los cristianos, al recibir esa luz a través de la fe, proyectan sobre las personas y los acontecimientos esa luz: hacen avanzar la historia hacia el Reino de Dios, que Jesucristo trajo al mundo.
En el momento de votar se dan cita en el cristiano dos pensamientos aparentemente contradictorios: ha de elegir el proyecto político más cercano al Reino de Dios y al mismo tiempo está convencido de que no puede pedir a un proyecto político que encarne ese Reino, ni en el contenido de sus propuestas, ni en las formas o los métodos. Para eso tiene la ayuda de la Doctrina Social de la Iglesia, que es la luz del Evangelio sobre las realidades sociales y políticas.
Una tarea esencial, por tanto necesaria para todos, y un reto que Dios mismo pone ante nuestra libertad.