Fecha: 22 de diciembre de 2024
Estimados diocesanos, amigos y amigas:
«Dios desea tanto abrazar nuestra existencia que, infinito, por nosotros se hace finito; grande, se hace pequeño. He aquí la maravilla de la Navidad: la inaudita ternura de Dios que salva el mundo encarnándose». Traspasados por estas palabras pronunciadas por el Papa Francisco durante la Misa de Nochebuena del año pasado, nos adentramos en el sacramento del amor que vamos a celebrar con el nacimiento de Jesús, el Dios de la Encarnación.
Él mismo viene a habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14), a hacerse carne en la fragilidad de nuestra carne, a alumbrar –con su clemente y enternecida luz (cf. Jn 8, 12)– las sombras más vulnerables de nuestra existencia. En silencio, hecho carne en el corazón de un Niño que nace en un humilde pesebre, sin un hogar donde morar, sin profesionales que le puedan atender y sin apenas medios para sobrevivir, viene para acomodar la posada de nuestra alma y, a la medida que nuestro corazón anhele –si nos conviene-, hacerlo todo nuevo (cf. Ap 21, 5).
Dios «vivo y verdadero» (1 Ts 1, 9), revestido de pobreza, se hace hombre –una vez más– para habitar los latidos de sus hijos, para colmar la tierra de ternura, para combatir las injusticias con el amor. Él mismo se abaja y desciende hasta nuestros límites para asumir nuestra fragilidad, se adentra en esos rincones impronunciables e infinitos de nuestro ser donde nuestros propios ojos no son siquiera capaces de abrirse para mirar.
Él no rehúye nuestras miserias. Al contrario, las asume como suyas y las transforma en pos de un camino hacia la plenitud. Este es el asombro de la Navidad, la verdadera señal (cf. Lc 2, 12) de un amor que está destinado a reinar eternamente.
Pasean por mi corazón unas palabras que san León Magno profesaba, ensimismado en el amor maternal de María, mientras contaba en una homilía navideña cómo «el autor del mundo» había nacido en el seno de una virgen: «Aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1: PL 54, 213).
Un vez más, Dios asume la carne para destruir los restos de muerte que se esconden en sus entrañas. Y así nace la Vida, tras la noche oscura y el frío del desierto. Y nos trae un mensaje, escrito con la tinta de sus manos: que mientras nosotros vivamos, nadie se sienta solo, arrinconado o abandonado. Porque Él nace en cada uno de sus hijos e hijas para hacer –del silencio de la Nochebuena– un pesebre donde reine eternamente la alegría.
Esta Navidad, el Amor cambia la Historia y nos convoca a toda la diócesis tortosina a iniciar el Jubileo 2025: un momento especial para testimoniar al mundo la belleza del rostro de Jesús, verdadero Pan bajado del Cielo y nacido de María por nuestra eterna salvación.