Fecha: 5 de julio de 2020
Seguimos haciendo camino en la llamada “nueva normalidad”. Nos hallamos en un tiempo en que se deben cumplir con el máximo rigor las medidas de protección para prevenir contagios y minimizar riesgos; un tiempo en que aparecen rebrotes aquí i allà, y con ellos aflora el miedo; un tiempo en que tiene particular importancia acompañar a las personas, a las familias, a las entidades, sobre todo a las más vulnerables.
El papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, dedica el capítulo tercero al anuncio del Evangelio, con un apartado dedicado al acompañamiento personal de los procesos de crecimiento. Subraya el Santo Padre que el primer anuncio debe propiciar también un camino de formación y de maduración, que la evangelización también tiene como objetivo el crecimiento de cada persona, y para ello hay que tomar muy en serio a cada persona concreta y el proyecto que Dios tiene sobre ella, que no es otro que su desarrollo pleno como hijo de Dios, su santificación personal (cf. EG 160).
En relación a este acompañamiento personal de los procesos de crecimiento, el Papa señala diferentes aspectos que iremos tratando en sucesivas cartas dominicales. El primero de ellos nos recuerda que la Iglesia ha de contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro, el prójimo, cuantas veces sea necesario, como el buen samaritano, y ha de hacer presente a Cristo en cada situación y ambiente. Nuestro caminar se debe caracterizar por un ritmo que tenga siempre en cuesta una mirada de cercanía, de compasión, y un acompañamiento que ayude a madurar en la vida cristiana (EG 169).
Nuestra vida es una peregrinación que comienza en el momento del nacimiento. Es como como un viaje que se emprende, como un camino en el que las personas se encuentran y se unen, colaboran y comparten, se ayudan y se aman; y también es el lugar de los desencuentros y las divisiones, del egoísmo y la ambición, del odio y la violencia. El hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado por los bandidos, representa de alguna manera a la humanidad de todos los tiempos, también a la de nuestra época. El camino de Jerusalén a Jericó significa la vida, la historia pasada y la presente, y también el modo de afrontar el futuro (cf. Lc. 10, 30-37).
El primer paso en este proceso es una invitación a “ver” con los ojos del corazón. Basta con mirar a nuestro alrededor para descubrir la cruda realidad. Ciertamente, hay unos impedimentos que obstaculizan el paso del simple “ver” material a la mirada del corazón para superar el miedo, la comodidad, el egoísmo, la indiferencia, para dar paso a la apertura, la solidaridad, el amor, el sentirse responsable. Se trata de ver, compadecerse y acercarse. Es preciso fijar la mirada en el otro, estar atentos los unos a los otros. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo nos lleva a tomar conciencia de los demás.
El segundo paso es curar las heridas. El corazón de nuestro mundo y de nuestros contemporáneos está profundamente herido. Como consecuencia de las divisiones entre las personas, entre diferentes colectivos dentro de la sociedad, o entre las naciones. Las causas de estas divisiones son variadas. A la luz de la Revelación, consideramos que la raíz profunda de todas las heridas es el pecado, que separa de Dios, de uno mismo y del hermano. Las consecuencias de esta división se manifiestan en todos los niveles, ya sea en la relación entre naciones, o entre ámbitos de la sociedad, o entre personas.
El tercer paso consiste en acoger en casa. Dice la parábola del Buen Samaritano que “acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él” (Lc 10, 34). Los Padres de la Iglesia han interpretado tradicionalmente esta parábola viendo en la posada una imagen de la Iglesia. El papa Francisco nos propone la imagen de una “madre de corazón abierto” para ayudarnos a entender mejor la misión de la Iglesia en el momento presente. Y la desglosa en tres aspectos: ha de ser una casa siempre abierta; ha de ser también una familia que privilegia a los caídos al borde del camino; por último, una comunidad atenta, “en salida”, llena de dinamismo misionero. Este es el primer cimiento del arte del acompañamiento.