Fecha: 11 de junio de 2023
Se entiende muy bien aquella reacción que tuvieron los discípulos al escuchar el discurso de Jesús afirmando el misterio de la Eucaristía: “eso que dices es muy fuerte, ¿quién puede creerlo?” (cf. Jn 6,60). Y lo que había dicho era que “mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”, “yo soy el pan que ha bajado del cielo para la vida del mundo…” Al fin y al cabo lo que dijeron aquellos discípulos es exactamente lo que muchos dicen hoy. Las mentes bien pensantes basadas en una fe ciega en la ciencia y “en la razón humana” no pueden pensar sino que eso es una barbaridad, solo creíble para las mentalidades retrasadas y supersticiosas, que se creen todo lo que les dicen.
Se entiende que este modo de hablar de Jesús no esté al alcance de una mentalidad únicamente científica o racionalista. Como aquel que afirmaba que en un lago no había peces pequeños, porque solo había pescado peces grandes, mientras que no se daba cuenta de que su red únicamente tenía agujeros de ese tamaño: los pequeños no existían simplemente porque no se dejaban atrapar. Muchos no tienen ojos sino para ver en el cuerpo y la sangre de la persona humana más que un conjunto de células en funcionamiento. Como ver únicamente en la Eucaristía lo que puede dictar la química, un trozo de pan y un poco de vino.
Menos mal que auténticos científicos y pensadores modernos, convencidos igualmente del poder de la razón humana, creen en la Eucaristía y ven en las palabras de Jesús, verdadera fuente de vida para ellos y para el mundo.
Para que esto se dé, ciertamente uno ha de “cambiar el chip”. No ha de dejar su fe en la razón y en la ciencia, pero sí ha de aceptar que la realidad esencial de la vida, como decía Saint Exupéry, escapa a nuestros ojos (“lo esencial de la vida es invisible”); y entre las cosas más esenciales de la vida están el cuerpo entregado y la sangre derramada por amor. Precisamente el cuerpo de Cristo entregado y su sangre derramada por amor, ofrecidos como comida y bebida en el sacramento de la Eucaristía. Cualquiera sabe que las grandes realidades de la vida no se ven ni se manipulan en un laboratorio, a menos que ese laboratorio sea el propio corazón, la intimidad donde reside la libertad, la conciencia de sí, el sentido profundo de las cosas, los grandes valores y la misma capacidad de amar.
Desde los orígenes del cristianismo la Eucaristía, como la misma Encarnación del Verbo, han sido piedra de escándalo para los paganos. Y es el caso que sin Encarnación ni Eucaristía no hay verdadero cristianismo. Lo más valioso y propio de nuestra fe es proclamar que un cuerpo humano, como el de Jesús, era presencia, vehículo de comunicación y revelación del mismo Dios, así como profesar y celebrar que en un trozo de pan y un poco de vino se nos comunica, dándose, entregándose, el mismo Cristo.
Para nosotros la Eucaristía es todo menos un escándalo. Es la admirable cercanía de Dios, la mayor aproximación física a nuestra condición humana, a nuestra capacidad de percibir la realidad. Una aproximación tal que estimula los sentidos de la vista, el tacto, el gusto; incluso el oído, cuando estamos ante la Eucaristía recordando siempre, aunque sea mediante un acto de adoración eucarística, que allí está Jesucristo glorioso gracias a que sobre el pan y el vino fueron pronunciadas sus palabras “esto es mi cuerpo entregado, ésta es mi sangre derramada”
Desde entonces, cuando fueron dichas estas palabras, se hizo imposible creer en Jesús sin creer en la Eucaristía y creer en la Eucaristía, sin creer en Cristo.