Fecha: 11 de diciembre de 2022
Hoy, queriendo vivir profundamente el espíritu de Adviento, nos fijamos en ese milagro que se realiza en la naturaleza cada vez que germina una planta, crece, brotan flores y produce frutos (un milagro para quien sabe ver y admirarse, más allá de la aridez de la ciencia y la dureza de la insensibilidad y la indiferencia). El profeta Isaías quiere contagiarnos su entusiasmo pintando ante nuestros ojos lo que ocurrirá:
“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarà la estepa y florecerá, germinarà y florecerá como flor de narciso, festejarà con gozo y cantos de jubilo. Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Contemplarán la gloria del Señor y la majestat de nuestro Dios” (Is 35,1-2)
Es poesía, pero poesía estimulante, porque dice la verdad. Nosotros somos el desierto y el yermo. Pero también seremos la tierra que dará flores y frutos tan bellos y ricos como los del Líbano, el Carmelo o el Sarón. No seremos otra tierra, sino la misma que hoy aparece como estéril y sin belleza, la que será fecunda y bella. La flor y el fruto son la virtud, que es fecunda y bella, así como el desierto y el yermo son el pecado, que es fealdad y esterilidad.
Todo será obra de Dios, de forma que la transformación siempre será don y regalo. Pero Él no actuará si no halla tierra abierta y disponible. Deseo y llamada. El deseo es la abertura de la tierra y la aspiración del tallo buscando sol; la siembra, el sol, el agua, el cultivo, es la llamada. De este maravilloso encuentro resulta el vergel donde se contemplará la gloria del Señor.
El lenguaje claro y bello de San Pablo VI nos permite dar un paso más:
“El amor es la semilla eterna de cada cosa”
Una afirmación atrevida, pero cierta desde la fe. El amor está presente, escondido, en cada cosa. Más aún en cada persona. Y también en cada acontecimiento. Y este amor hace que todo contenga una presencia, un origen y una apertura a la eternidad. Hoy diríamos “una llamada, una vocación de eternidad”. Ciertamente el amor es siempre fuerza – exigencia de eternidad.
Conviene recordar esta verdad en este tiempo, en el tiempo litúrgico del Adviento y en el tiempo difícil del momento que estamos atravesando. El amor es a un tiempo semilla y fruto, si consideramos cada cosa, cada forma de vida, en proceso de realización: el amor es semilla de eternidad y fuerza presente para seguir caminando.
Con una particularidad: así como la planta y el fruto nacen y se desarrollan según la semilla, al ver que el fruto es la vida eterna, deducimos que toda semilla de amor, ya aquí, es vida eterna: los frutos nos dan idea del árbol (cf. Mt 7,16-20).
Esa vida eterna ya gustada en camino será necesariamente incompleta, pues nuestros gestos y vivencias de amor son muy inconsistentes, mueren pronto. Pero al menos permiten que soñemos, con sueños estimulantes: ¡algo parecido será el Reino de Dios, que esperamos!
Así se estimula el deseo y la llamada encuentra tierra buena para germinar.