Fecha: 18 de diciembre de 2022

Hemos intentado vivir el camino de Adviento soñando experimentar el encuentro entre nosotros, que deseamos y buscamos a Dios, y Dios que nos busca y nos llama. Sabemos que este sueño no es fácil de alcanzar. Porque, si bien estamos seguros de que Dios, una vez más, nos busca, no estamos tan seguros de que nosotros le busquemos a Él. Y, sobre todo, que lo que buscamos coincida con lo que Él nos ofrece. Sabemos también que ese encuentro es semejante a la semilla que al hallar una tierra buena y abierta, germina, crece y da fruto.

El Señor no permitió que en esta búsqueda diéramos palos de ciego. A lo largo de la historia hubo muchos encuentros fructíferos, que nos pueden servir de referencia. Pero el encuentro definitivo, modélico, entre la humanidad anhelante y buscadora y Dios que llama, deseoso de la humanidad concreta, se produjo en María, la Madre de Jesús.

Desde siempre, desde la comunidad primitiva, la Iglesia ha visto en María la representación del Pueblo – y de toda la humanidad – anhelante del Mesías Salvador. Como mujer judía, heredera de la tensión expectante del mesianismo judío, vivía abierta a un futuro en el que Yahvé actuaría salvando al Pueblo.

Pero con una particularidad. Ya dijimos que en el Pueblo Judío contemporáneo de Jesús había muchos mesianismos, algunos de ellos con la pretensión de construir el Reino Mesiánico mediante el compromiso, el uso de la fuerza o la estrategia política. María, en cambio, según vemos en el lenguaje que utiliza en el canto del Magníficat, buscó vivir la expectación y la esperanza por la vía de la humildad (“se ha fijado en la humildad de su Sierva”), la pobreza (“a los hambrientos colma de bienes”) y la confianza en el Dios fiel de las promesas (“como lo había prometido a nuestros padres”)

El encuentro perfecto se dio, en efecto, en el momento de la Anunciación. Dios, buscando una humanidad adecuada, se fijó en María: “has hallado gracia ante Dios”. Parece ser que Dios se hace el encontradizo a quienes le buscan, esperan, desde la pobreza, la humildad y la confianza en Él. Nada que ver con quienes pretenden “construir” el Reino. La razón se hallaría en que la salvación solo vendrá por el encuentro y éste solo se producirá en las personas disponibles, abiertas a la presencia y la acción de Dios.

Tal como se realizó este maravilloso encuentro, entendemos que fue el abrazo entre Dios y la humanidad, “en el valle de la desemejanza”, como diría San Agustín. Es decir, en el valle adonde descendió el Dios altísimo despojándose de su gloria y donde desciende la humanidad, despoja de su orgullo y de su poder. El seno de María es el seno humilde de toda humildad.

Siempre recordamos la exigua puerta de acceso a la Basílica de Santa María de Belén. Uno tiene que entrar agachándose. Porque no hay otro modo de acceder al misterio de Dios hecho hombre en el seno de María.

Esta puerta es pequeña, pero permanece abierta, para todo el que quiera penetrar y adentrarse en el misterio del amor de Dios. Él sigue buscando humanidad anhelante y disponible para hacerse presente y salvarla desde su propia historia.