Fecha: 3 de abril de 2022
Un buen sacerdote, Mn. Joan Sanchis Ferreiró, recientemente fallecido, que entregó gran parte de su vida como misionero en la diócesis de Copiapó (Chile), publicó hace unos cinco años una especie de crónica de la tarea evangelizadora de sacerdotes valencianos, y buen número de barceloneses, durante los últimos 25 años. Era un complemento de otra crónica semejante referida a los 25 años anteriores en los que la diócesis de Valencia trabajó fundando la iglesia de Copiapó. Esta crónica tiene por título “Hemos visto florecer el desierto”.
Este título le es sugerido por un fenómeno que sucede periódicamente en el desierto de Atacama, al norte de Chile. Una breve lluvia, arrastrada por vientos del Pacífico, hace que una alfombra de flores tapice el desierto por un tiempo. Un espectáculo bello e inesperado cuando uno contempla la planicie árida y seca del desierto. Para este sacerdote, la tarea pastoral que a lo largo de los años se ha realizado es un verdadero paso del desierto a un bello florecimiento.
Este fenómeno natural sirvió de parábola para el orante del Salmo 125(126). El desierto del Negueb de vez en cuando se llena de torrentes como efecto de lluvias intensas, creando espacios verdes y fértiles. El salmo expresa el deseo de que el Señor cambie la suerte del pueblo como los torrentes del Negueb, así como cambió la suerte de Israel cuando hizo que el pueblo volviera del destierro.
Resulta interesante fijarse en que esta imagen subraya el hecho de que es el mismo desierto el lugar del florecimiento. Esto es lo sorprendente. Dios no salva evitándonos el desierto o trasladándonos a lugares más fáciles o placenteros, como solemos hacer para liberarnos del sufrimiento. Es el mismo desierto, que de por sí es incapaz de florecer y dar fruto, el que se transforma en un jardín.
Desde aquí entendemos todo lo que oramos y cantamos acerca del “árbol de la Cruz”. La Cruz, de por sí, no es digna de elogio, no es hermoso un instrumento de tortura y muerte. En cambio la liturgia, la piedad, la teología la ve hermosa, fecunda, florida. No es otra, sino la misma Cruz donde murió Cristo.
¿Quién lo puede entender?
Quizá aquel que ha atravesado el desierto en nombre de Jesús, como aquel sacerdote, que se dejó la vida sirviendo durante años en un terreno aparentemente estéril, el desierto de la ausencia de resultados visibles. Quizá aquellos creyentes que sufrieron el destierro, sin dejar de confiar en el Dios fiel de la Alianza. El secreto está en sostener el paso sin desfallecer, renovando cada día la fe.
En todo caso, no podemos olvidar que el desierto vuelve a ser desierto y que no dejaremos de caminar por él, aunque no disfrutemos cada día de un bello jardín de flores.
Eso sí, lo que nos permite dar un paso tras otro es la perspectiva en el horizonte, no solo de un pequeño oasis o de una benévola lluvia, sino de un auténtico paraíso. El paraíso que abrió para nosotros Cristo. Él caminó por nuestro desierto, compartió nuestra sequedad y nuestros fracasos, para, finalmente, alcanzar la gloria.
No hay otro camino.