- «Toda la Escritura está inspirada por Dios». Conocer el amor de Dios por las palabras de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días, bienvenidos!
Continuamos nuestra catequesis sobre el Espíritu Santo, que guía la Iglesia hacia Cristo, nuestra esperanza. Él es el guía. La vez pasada contemplamos la obra del Espíritu en la creación; hoy lo vemos en la revelación, de la que la Sagrada Escritura es un testimonio autorizado e inspirado por Dios.
En la Segunda Carta de san Pablo a Timoteo figura esta afirmación: «Toda la Escritura está inspirada por Dios» (3,16). Y otro pasaje del Nuevo Testamento dice: «Hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios» (2Pe 1,21). Esta es la doctrina de la inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por medio de los profetas». La inspiración divina de la Biblia.
El Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras, es también el que las explica y las hace perennemente vivas y activas. De inspiradas, las vuelve inspiradoras. «Las Sagradas Escrituras […] inspiradas por Dios» —dice el Concilio Vaticano II— «y redactadas una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles» (n. 21). De este modo, el Espíritu Santo continúa, en la Iglesia, la acción de Jesús Resucitado que, tras la Pascua, «abrió la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras» (cf. Lc 24,45).
Puede suceder, en efecto, que un determinado pasaje de la Escritura, que hemos leído muchas veces sin ninguna emoción particular, un día lo leamos en un clima de fe y de oración y, de repente, ese texto se ilumine, nos hable, arroje luz sobre un problema que vivimos, aclare la voluntad de Dios para nosotros en una situación determinada. ¿A qué se debe este cambio, sino a una iluminación del Espíritu Santo? Las palabras de la Escritura, bajo la acción del Espíritu, se vuelven luminosas; y en esos casos tocamos con nuestras propias manos lo cierta que es la afirmación de la Carta a los hebreos: «La palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de doble filo» (4,12).
Hermanos y hermanas, la Iglesia se nutre de la lectura espiritual de la Sagrada Escritura, es decir, de la lectura realizada bajo la guía del Espíritu Santo que la inspiró. En su centro, como un faro que lo ilumina todo, está el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, que cumple el plan de salvación, realiza todas las figuras y profecías, desvela todos los misterios ocultos y ofrece la verdadera clave de lectura de toda la Biblia. La muerte y resurrección de Cristo es el faro que ilumina toda la Biblia, y también ilumina nuestras vidas. El Apocalipsis describe todo esto con la imagen del Cordero que rompe los sellos del libro «escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos» (cf. 5,1-9), la Escritura del Antiguo Testamento. La Iglesia, Esposa de Cristo, es intérprete autorizada del texto de la Escritura inspirado, la Iglesia es la mediadora de su proclamación auténtica. Dado que la Iglesia está dotada del Espíritu Santo —por eso es intérprete— es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3,15). ¿Por qué? Porque está inspirada, sostenida por el Espíritu Santo. Y la misión de la Iglesia es ayudar a los fieles y a quienes buscan la verdad a interpretar correctamente los textos bíblicos.
Una forma de realizar la lectura espiritual de la Palabra de Dios es lo que se llama la lectio divina, una palabra cuyo significado quizá no entendemos. Consiste en dedicar un tiempo del día a la lectura personal y meditada de un pasaje de las Escrituras. Y esto es muy importante: cada día tómense un tiempo para escuchar, para meditar, leyendo un pasaje de la Escritura. Y para ello les recomiendo: tengan siempre un Evangelio de bolsillo y llévenlo en la bolsa, en los bolsillos… Así, cuando estén de viaje o cuando tengan un poco de tiempo libre lo toman y leen… Esto es muy importante para la vida. Tomen un Evangelio de bolsillo y durante el día léanlo una vez, dos veces, cuando puedan. Pero la lectura espiritual de las Escrituras por excelencia es la lectura comunitaria que se realiza en la Liturgia, en la Santa Misa. Allí vemos cómo un acontecimiento o una enseñanza, dado en el Antiguo Testamento, encuentra su plena realización en el Evangelio de Cristo. Y la homilía, ese comentario que hace el celebrante, debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Pero para ello, la homilía debe ser breve: una imagen, un pensamiento, un sentimiento. La homilía no debe durar más de ocho minutos, porque después de ese tiempo se pierde la atención y la gente se duerme, y tiene razón. Una homilía debe ser así. Y esto es lo que quiero decir a los sacerdotes que hablan mucho, a menudo, y no se entiende de qué hablan. Una homilía corta: un pensamiento, un sentimiento y una indicación para la acción, cómo hacer. No más de ocho minutos. Porque la homilía debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Y, entre las muchas palabras de Dios que escuchamos cada día en la Misa o en la Liturgia de las Horas, siempre hay una que está destinada especialmente a nosotros. Algo que nos llega al corazón. Si la acogemos en nuestro corazón, puede iluminar nuestra jornada, animar nuestra oración. ¡Se trata de no dejar que caiga en saco roto!
Concluyamos con un pensamiento que puede ayudarnos a enamorarnos de la Palabra de Dios. Como algunas piezas musicales, la Sagrada Escritura tiene una nota subyacente que la acompaña de principio a fin, y esta nota es el amor de Dios. «Toda la Biblia» —observa San Agustín— «o no hace más que narrar el amor de Dios.»[1] Y San Gregorio Magno define la Escritura como “una carta de Dios Todopoderoso a su criatura”, como una carta del Esposo a la esposa, y exhorta a «aprender a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios».[2] «Por esta revelación» —dice el Vaticano II— «Dios invisible, […] habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor, y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (Dei Verbum, 2).
Queridos hermanos y hermanas, ¡adelante con la lectura de la Biblia! Pero no olviden el Evangelio de bolsillo: llévenlo en la bolsa, en el bolsillo, y en algún momento del día lean un pasaje. Esto los acercará mucho al Espíritu Santo que está en la Palabra de Dios. Que el Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras y ahora sopla desde ellas, nos ayude a captar este amor de Dios en las situaciones concretas de la vida. Gracias.
[1] De catechizandis rudibus, I, 8, 4: PL 40, 319.
[2] Registrum Epistolarum, V, 46 (ed. Ewald-Hartmann, p. 345-346).