Fecha: 23 de octubre de 2022
Hoy celebramos en toda la Iglesia el día del DOMUND. Sobre este tema ya os escribí el domingo pasado. Os pido de nuevo vuestra oración por los misioneros y la colaboración material con ellos. Hoy quiero comentaros las dos parábolas que aparecen en el capítulo 18 del Evangelio de Lucas: la del juez y la viuda (que escuchamos la semana pasada) y la del publicano y el fariseo (que se proclama este domingo). Aunque aparentemente son muy distintas, contienen una misma enseñanza: la oración insistente y hecha con humildad tiene como efecto la revelación de la salvación de Dios para con los pobres y los pecadores.
En la primera, dicha por Jesús para enseñar «que es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1), nos encontramos con tres personajes: una viuda, un juez «que ni temía a Dios ni le importaban los hombres» (Lc 18, 2) y Dios. En tiempos de Jesús las viudas eran las personas más desprotegidas. La de la parábola personifica a los que no cuentan para nada en la sociedad y que, por tanto, nadie los escucha. El juez, en cambio, representa a aquellos que, orgullosos y llenos de soberbia por su poder, tienen un corazón insensible hacia los más necesitados. Se niega a atender a la viuda que le pide justicia frente a su adversario. La virtud que Jesús alaba en aquella viuda es su perseverancia en la oración. Esa perseverancia, aunque no llega a cambiar el corazón del juez, consigue el objetivo deseado. La conclusión es clara: si la perseverancia en la súplica alcanza el objetivo incluso cuando se trata de un juez sin escrúpulos, ¿cómo dudar de la eficacia de la oración cuando aquél a quien nos dirigimos es el mismo Dios?
Ahora bien, Jesús nos insinúa dos condiciones para que nuestra oración llegue a tocar el corazón del Padre. La primera se refiere a su contenido: hemos de pedir a Dios que nos «haga justicia» (Lc 18, 7), que nos dé el Don que necesitamos para vivir en la plena alegría: el Espíritu Santo que Dios da a los que le piden (Lc 11, 13). Todo lo demás es secundario. La segunda condición es la perseverancia. Ser constantes en la plegaria es signo de que no desconfiamos de Dios. Al final de la parábola, Jesús nos lanza una pregunta: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Esta pregunta nos la podemos responder revisando nuestra oración.
La segunda parábola tiene tres personajes también: el publicano (considerado por todos, un pecador), el fariseo (prototipo de aquellos que confían en sí mismos por considerarse justos y desprecian a los demás) y Dios, a quien se dirigen tanto el fariseo como el publicano. El fariseo exhibe sus buenas obras, le muestra su propia justicia. Está tan lleno de sí mismo, de lo que es y de lo que hace, que en su corazón no hay espacio para Dios. Vive en el orgullo y en la autosatisfacción. El publicano, en cambio, no tiene nada que mostrarle a Dios. Además de ser considerado pecador por la sociedad de su tiempo, él también lo reconoce. No puede presumir de nada: «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo» (Lc 18, 13). Por ello, busca el camino de la misericordia: «¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18, 13). Esta oración cambia la mirada de Dios sobre los hombres y, por tanto, la situación de estos ante Él: el publicano «bajó a su casa justificado, y aquel no» (Lc 18, 14). Y es que a Dios le enternece más la humildad del pecador que las buenas obras de un justo soberbio.