Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este encuentro nuestro tiene lugar en el clima espiritual del Adviento, que se hace más intenso por la Novena de la Santa Navidad, que estamos viviendo en estos días y que nos conduce a las fiestas navideñas. Por ello, hoy desearía reflexionar con vosotros sobre el nacimiento de Jesús, fiesta de la confianza y de la esperanza, que supera la incertidumbre y el pesimismo. Y la razón de nuestra esperanza es ésta: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Pero pensad bien en esto: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Es generoso este Dios Padre. Él viene a habitar con los hombres, elige la tierra como morada suya para estar junto al hombre y hacerse encontrar allí donde el hombre pasa sus días en la alegría y en el dolor. Por lo tanto, la tierra ya no es sólo un «valle de lágrimas», sino el lugar donde Dios mismo puso su tienda, es el lugar del encuentro de Dios con el hombre, de la solidaridad de Dios con los hombres.
Dios quiso compartir nuestra condición humana hasta el punto de hacerse una cosa sola con nosotros en la persona de Jesús, que es verdadero hombre y verdadero Dios. Pero hay algo aún más sorprendente. La presencia de Dios en medio de la humanidad no se realiza en un mundo ideal, idílico, sino en este mundo real, marcado por muchas cosas buenas y malas, marcado por divisiones, maldad, pobreza, prepotencias y guerras. Él eligió habitar nuestra historia así como es, con todo el peso de sus límites y de sus dramas. Actuando así demostró de modo insuperable su inclinación misericordiosa y llena de amor hacia las creaturas humanas. Él es el Dios-con-nosotros; Jesús es Dios-con-nosotros. ¿Creéis vosotros esto? Hagamos juntos esta profesión: Jesús es Dios-con-nosotros. Jesús es Dios-con-nosotros desde siempre y para siempre con nosotros en los sufrimientos y en los dolores de la historia. El nacimiento de Jesús es la manifestación de que Dios «tomó partido» de una vez para siempre de la parte del hombre, para salvarnos, para levantarnos del polvo de nuestras miserias, de nuestras dificultades, de nuestros pecados.
De aquí viene el gran «regalo» del Niño de Belén: Él nos trae una energía espiritual, una energía que nos ayuda a no hundirnos en nuestras fatigas, en nuestras desesperaciones, en nuestras tristezas, porque es una energía que caldea y transforma el corazón. El nacimiento de Jesús, en efecto, nos trae la buena noticia de que somos amados inmensamente y singularmente por Dios, y este amor no sólo nos lo da a conocer, sino que nos lo dona, nos lo comunica.
De la contemplación gozosa del misterio del Hijo de Dios nacido por nosotros, podemos sacar dos consideraciones.
La primera es que si en Navidad Dios se revela no como uno que está en lo alto y que domina el universo, sino como Aquél que se abaja, desciende sobre la tierra pequeño y pobre, significa que para ser semejantes a Él no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más, abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con los pequeños y pobres con los pobres. Pero es algo feo cuando se ve a un cristiano que no quiere abajarse, que no quiere servir. Un cristiano que se da de importante por todos lados, es feo: ese no es cristiano, ese es pagano. El cristiano sirve, se abaja. Obremos de manera que estos hermanos y hermanas nuestros no se sientan nunca solos.
La segunda consecuencia: si Dios, por medio de Jesús, se implicó con el hombre hasta el punto de hacerse como uno de nosotros, quiere decir que cualquier cosa que hagamos a un hermano o a una hermana la habremos hecho a Él. Nos lo recordó Jesús mismo: quien haya alimentado, acogido, visitado, amado a uno de los más pequeños y de los más pobres entre los hombres, lo habrá hecho al Hijo de Dios.
Encomendémonos a la maternal intercesión de María, Madre de Jesús y nuestra, para que nos ayude en esta Santa Navidad, ya cercana, a reconocer en el rostro de nuestro prójimo, especialmente de las personas más débiles y marginadas, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre.
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