Fecha: 27 de octubre de 2024

Estimadas y estimados. Las fiestas de Todos los Santos y de Difuntos que el pueblo ha unido y que celebraremos esta próxima semana, nos hacen pensar en «nuestro» más allá. Pero hoy no se piensa en el más allá. No es que no haya ocasiones. Pero no se quiere pensar. El hecho de la muerte, mejor dicho, de la agonía, se esconde en los hospitales, en las clínicas, en los centros geriátricos, en casa mismo. La «fase terminal» de la enfermedad, como ahora se llama, muchas veces debe vivirse en la soledad. A pesar de los avances de todo tipo, nunca se había muerto tan solo. Y eso que tenemos que dar este paso un día u otro, tal como, un día, todos llegamos al mundo.

La muerte es un hecho común, pero esto no suprime el dolor ni el pavor. Aun así, ni el dolor ni el pavor han de ser motivo para privar de la compañía el moribundo. ¿Es que somos más débiles que antes, para que se tenga que dejar que una persona se muera sola en la habitación de al lado? Tenemos que mirar la muerte con ojos de esperanza. La vida humana no tiene precio; no dejemos que se vaya sin dejarla en buenas manos.

Actualmente se informa a los niños sobre el origen de la vida. Y es necesario que así se haga. ¿Por qué no hablarles igualmente de la muerte? Una y otra explicación, pero, no pueden reducirse a una lección de ciencias. La vida lleva un misterio sagrado que está con nosotros hasta más allá de la muerte. La fe pone luz nueva en los ojos y nos ayuda a descubrir la mano bondadosa y paternal de Dios en el misterio del nacimiento y de la muerte.

Mirad como lo ve el Salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. […] No desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra» (Sl. 139,13.15).

Estas palabras alimentan a los conocimientos de biología; unas palabras que dan sentido a la vida. Pero, el Salmista no se queda aquí y añade: «Tus ojos veían mi ser aún informe, todos mis días estaban escritos en tu libro, estaban calculados antes que llegase el primero.» (Sl.139,16).

Esta misma luz acompaña los últimos pasos, pues encontramos escrito en el libro de la Sabiduría: «La vida de los justos está en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos […] consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz.» (Sab. 3,1-4). Y, según el Ritual de la Unción y de la pastoral enfermos, mirad qué plegaria hace la Iglesia junto al lecho del moribundo: «Querido hermano (querida hermana), te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos. Que Cristo, que sufrió muerte de cruz por ti, te conceda la libertad verdadera. Que Cristo, Hijo de Dios vivo, te aloje en su paraíso. Que Cristo, buen Pastor, te cuente entre sus ovejas». (n. 243).

Duele que, por un miedo mal entendido, el moribundo no se encuentre acompañado de esta esperanza en el paso más decisivo de la vida. No escondamos la muerte ni a los grandes ni a los pequeños, como no les escondemos la gestación de la vida. De una y otra, hablemos con amor y con esperanza.

Vuestro,