Fecha: 22 de marzo de 2020
Siempre hemos de agradecer a Dios lecciones de vida que nos vienen de gente sencilla, pero llena de profunda sabiduría. Hace muchos años, un día, pecando de joven presuntuoso, me atreví a menospreciar, casi criticar, una costumbre tradicional, que se seguía en pueblos cuando un joven paisano recién ordenado sacerdote celebraba su primera misa: se organizaba una procesión popular con alguna pancarta y signos festivos, música incluida, desde su domicilio hasta la parroquia. La mirada engreída, pretendidamente sabia, descu bría allí más folklore que «auténtica liturgia»… Pero un anciano que escuchaba se volvió con mirada de sorpresa y dijo, como lo más evidente del mundo: «¿De qué te extrañas? El pueblo sabe que este nuevo sacerdote es hijo suyo, su ordenación es un honor para el pueblo, ¿cómo no festejarlo?»
Sin duda había más sabiduría en las palabras de aquel sencillo anciano, que en la reacción purista del joven. El tiempo y la misma profundización espiritual y teológica dieron la razón al anciano. Porque una vocación al sacerdocio es realmente un fruto que el Espíritu ha engendrado en la comunidad de la Iglesia. Y si esta vocación madura en el camino formativo del Seminario, llegando a la ordenación sacerdotal, la comunidad cristiana —incluidas, naturalmente, la propia familia natural y la Diócesis— entrega, hace donación, a toda la Iglesia de ese fruto que ha sido engendrado y formado en su seno.Ya hemos escuchado muchas veces que la Iglesia es madre y que su fecundidad se mide por los hijos que engendra. En primer lugar, los creyentes bautizados, engendrados y nacidos a la fe (como decían los Santos Padres, en su seno representado en la pila bautismal). Pero más particularmente los ministros ordenados, ungidos para la misión específica al ser vicio del Pueblo de Dios. Así, podemos hablar de una doble fecundidad, obrando siempre el mismo Espíritu.
Es posible alargar el significado de la imagen, observando que engendrar, formar y dar a luz una vocación sacerdotal (como toda vocación) comporta alegrías y sufrimientos, de manera semejante a como ocurre en los procesos naturales desde la concepción hasta el nacimiento. Alegrías y sufrimientos compartidos por toda la Iglesia, a partir de la más cercana. Hasta ese punto hay que repetir que las vocaciones al sacerdocio, el Seminario, la formación de los sacerdotes, son cuestiones esencialmente eclesiales. Son auténticos dones del Espíritu y verdaderos retos, que interpelan nuestra colaboración, nuestro esfuerzo generoso, nuestra capacidad de sacrificio.
En todo el proceso de formación del sacerdote no cabe la más mínima pretensión de honor o privilegio. Llega el momento de la ordenación y la Iglesia pone delante del Padre el fruto de su trabajo: el Padre unge el candidato con el Espíritu, que deviene otro Cristo, destinado a la misión de padre, pastor, para servir a la Iglesia, su vida y su fecundidad…
El mismo amor que hizo posible y estimuló el nacimiento de la vocación sacerdotal, actúa en el momento de la ordenación y el envío a la misión. La misma generosidad, el mismo desinterés, la misma entrega. En efecto, de él, y solo de él, depende todo misterio de fecundidad en la Iglesia.