Fecha: 9 de junio de 2024
Decimos que Dios nos hace señas a través de lo cotidiano. Alguien podría decir que “nos hace guiños”, como aquel que busca llamar nuestra atención “medio escondido”, jugando a ser descubierto. El caso es que cuando la vida ordinaria, desde Jesucristo, llega a ser para nosotros sacramento de su presencia, nada de lo que vivimos está mudo, nada es anodino, sin color o significado. Más bien al contrario, todo, hasta lo más insignificante contiene “un guiño de Dios”, una insinuación, una comunicación, una palabra… Más todavía, una llamada, incluso una vocación. Una llamada nueva o una concreción de la misma y fundamental vocación.
No hace mucho estábamos preocupados por la sequía y las posibles restricciones de agua. Cada día abríamos la ducha y disponíamos del agua necesaria. Pero la mirada del Espíritu sobre la realidad despertaba no pocos interrogantes: faltando agua en nuestros campos, amenazados por restricciones, ¿tengo derecho a estos litros de agua? ¿qué sensaciones despierta el contacto con ella? El agua es un don precioso de Dios, según el relato del Génesis, necesaria para que la tierra se convierta en jardín y dé frutos y alimento… Para que esta agua llegue desde su fuente hasta mi ducha ¡cuántos kilómetros recorridos, cuántas manos trabajadoras han aplicado su ingenio, cuántos controles, leyes y normas han hecho posible que podamos disfrutar de ella…! La nueva creación restaura el brillo y el sentido de todas las cosas… La mirada de San Francisco descubría que el agua “era preciosa en su candor, útil, casta y humilde”…
Dios se hace presente en esta agua concreta.
Aunque desde la Encarnación sabemos que su presencia es capaz de “soportar” al lado realidades de mal y de pecado. El agua que llega hasta nuestro hogar también ha sufrido, quizá, un mal trato, un abuso o un uso inadecuado, alguien, posiblemente la utilizó en beneficio exclusivamente propio, olvidando el bien común, alguien la ha malgastado…
Así que el Dios, presente en las cosas ordinarias, también se deja tocar por la oscuridad y la suciedad del pecado. ¿Qué ojo será capaz de discernir la belleza de su presencia? ¿Qué corazón se hará eco de ella formulando una alabanza sincera? ¿Qué conciencia se verá interpelada para actuar en favor de una restauración de lo creado, poniendo en evidencia la huella del Espíritu que pervive en ello?
En un día caluroso y abrasador, como frecuentemente vamos viviendo, un vaso de agua es un inmenso regalo. Jesús dijo que “cualquiera que dé, aunque solo sea un vaso de agua fresca, al más humilde de mis discípulos por ser mi discípulo, os aseguro que no quedará sin recompensa” (Mt 10,42). Dios es todavía más patente en el vaso de agua, por el hecho de ser ofrecido al más humilde de los discípulos de Jesús… Es en el momento de ofrecerlo cuando el agua recupera “el esplendor de su belleza”, como diría el Santo de Asís.
Otro capítulo es el estímulo hacia la acción que el encuentro con el Dios de las cosas ordinarias desencadena. Las cosas ordinarias, como el agua, están ahí, a nuestro alcance, y su existencia depende en gran medida de nuestras acciones libres. Muchas veces hemos soñado, por diversos motivos, ir construyendo un mundo para Dios. Sólo ese mundo será el mejor para el hombre.