Fecha: 7 de julio de 2024
No sabríamos decir si el mercado sigue formando parte de nuestra vida ordinaria. Nos referimos, no al mercado como sistema de funcionamiento de la economía, sino al mismo edificio físico y público donde se realiza la compra venta, el encuentro físico entre los intereses de vendedores y compradores. Se puede pensar que el funcionamiento del mercado como gran sistema económico no es más que el reflejo ampliado de lo que se vive en el pequeño mercado de la esquina.
Ese espacio tradicional existe, pero aquello que le es más propio, el encuentro humano, el ambiente donde se respira el aire peculiar de comunicación humana intensa alrededor de la oferta y demanda, parece que está siendo sustituido por la compraventa “on line” o incluso por un sistema, como el supermercado, que facilita al máximo la posibilidad de comprar y vender en absoluto silencio, con unos gestos totalmente individuales y con una mínima comunicación interpersonal.
Todo favorece la comodidad, lo práctico, el ahorro de tiempo, el volumen de ventas y compras, quizá el abaratamiento y el beneficio… No entramos en ello.
Pero sí importan aspectos humanos que en ello están implicados. Tuve un profesor de antropología que nos decía: “antes de elaborar un pensamiento filosófico o teológico han de atravesar un mercado con los ojos bien abiertos”. Parecidamente a lo que decía el gran teólogo protestante K. Barth: “antes de hacer teología hemos de leer el periódico”.
Mantenemos el principio de reconocer la presencia de Dios, el Dios de Jesucristo Resucitado, en la vida ordinaria. El mercado también es presencia de Dios.
Es admirable la comunicación humana que se establece en un mercado tradicional. El comparador es capaz de explicar aspectos de su vida para justificar su demanda, el vendedor sabe intuir la necesidad real del comprador y uno y otro saben cómo obtener el máximo beneficio con el mínimo coste. Es la lucha de la vida. Pero eso, si alguna vez esta interrelación acaba en amistad, otras veces se mezcla el engaño, las medias verdades, la deshonestidad, etc. A veces somos muy exigentes y escrupulosos desde el punto de vista moral en determinados ámbitos de la vida y olvidamos aplicar los principios morales al mercado, bajo el pretexto de legitimidad de obtener el máximo beneficio: la fijación de los precios, la verdad en la presentación de mercancías, los recursos de “seducción” del cliente, etc.; en el comprador, el pago de lo que se debe, el buen criterio para controlar el consumo… Parece que la competencia es esencial a la economía de mercado. ¿Cómo se pueden establecer criterios morales claros en este ámbito de la economía?
En el mercado se ponen en juego, no tanto los llamados “valores”, sino, ante todo, las virtudes que tienen por fuente la misma gracia de Dios. Una vez más, son “virtudes cívicas”, pero, como toda virtud, realidades donde el Espíritu actúa y Dios mismo se hace presente. Porque es perfectamente legítimo vivir de la venta de un producto en el mercado, pero ese mercado se convierte en presencia de Dios cuando manda sobre todo el criterio básico de considerarlo como servicio donde se cubren las necesidades de la ciudadanía. Y, como tal, actuar en él animados por la honradez, la confianza, la fidelidad, la justicia, el respeto. La comunicación entre personas en el mercado ha de contar con los intereses de las partes. Pero el cumplimiento de estos intereses no está reñido con la virtud, que hace el mundo de la economía más humana e incluso más fraterna.
Como nos advirtió Jesús, no podemos convertir la casa de Dios, el templo, en un mercado (cf. Jn 2,16). Pero sí que hemos de descubrir y transformar el mercado como lugar de Dios.