Fecha: 31 de diciembre de 2023
Estimadas y estimados, el último día del año, el último domingo del calendario civil. Este año, en la coincidencia del día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia, en esta semana en la que hemos celebrado la fiesta de los Santos Inocentes, querría, con vosotros, reflexionar sobre el sufrimiento de los inocentes.
Albert Camus, en su famosa obra La Peste, presenta con crudeza el problema del sufrimiento. El hijo del juez Othon se encuentra gravemente enfermo. Entonces, el Padre Paneloux, que practica la pastoral del miedo, pide un milagro, pero este no llega. El niño muere. El Dr. Rieux dice al jesuita: «Usted sabe muy bien que este era inocente». Y nuestro corazón le da la razón. El sufrimiento de los niños, de los inocentes, sigue siendo la punta más afilada del problema del mal. La sensibilidad del hombre moderno rehúsa una creación en la cual los inocentes son atormentados. La objeción, sin el vigor literario que tiene en el premio Nobel francés, pero con toda la fuerza de una realidad penetrante vivida, nos la formulamos día tras día: «Si Dios es bueno, si Dios es padre, ¿por qué?». El sufrimiento, y sobre todo el sufrimiento de los inocentes, es un misterio insoluble para la inteligencia humana. Y quienes hemos de dar razón de nuestra esperanza preferiríamos permanecer en silencio ante la perplejidad de determinados hechos. Pero no podemos callar. Desde la fe tenemos que decir una palabra. No rasgaremos el velo del misterio, pero podemos iluminarlo.
Esperar no es fundamentarse en razones humanas para ser optimista, por ejemplo, diciendo que «todo acabará arreglándose», o que «Dios acabará haciendo un milagro para evitar tanto sufrimiento». Esto no es esperanza cristiana; es, como mucho, confianza, o, con demasiada frecuencia, tan solo presunción. Cómo afirmaba Charles Moeller, «el optimismo es el sucedáneo ateo de la esperanza teologal» (Literatura del siglo XX y cristianismo, v. I, 113). El retrato del cristiano en La Peste de Camus, representado por el Padre Paneloux es una simple caricatura. No se puede reducir el tema al hecho que, si se cree en Dios, entonces se reza y se deja de luchar. Es necesario luchar y, a la vez, ponerse de rodillas. El cristiano sabe que si se cruza de brazos cuando hay problemas graves, vendrá el desastre, a no ser que haya un milagro excepcional.
Con todo, cuando en la vida se palpa la propia insuficiencia, expresada en el sufrimiento de los inocentes, no hay más que una respuesta. O bien se admite la fe cristiana, o bien se la rehúsa. Si se admite, entonces es necesario asumirla en su totalidad y considerar que, en la revelación cristiana, el mayor torturado e inocente de la historia es Cristo mismo. Únicamente quién contempla a Jesús sangrando, escupido, coronado de espinas, convertido en befa de la soldadesca, y confiesa que es el Hijo de Dios, el amado en quien el Padre se ha complacido, llega a ser capaz de leer algo en las páginas ennegrecidas por el sufrimiento humano.
Es necesario, en consecuencia, luchar contra el sufrimiento de los inocentes, como hace el Dr. Rieux de la obra de Camus, pero también saber que su muerte no es un cataclismo definitivo. Es el reverso de un misterio de unión con la Cruz de Jesús. Ninguna religión, salvo la cristiana, da una explicación adecuada. Y esta explicación es un misterio. Pero un misterio «encarnado» en la persona misma del fundador del cristianismo. Esta encarnación continúa a lo largo de los tiempos en los santos, en los inocentes. Es un misterio, pero rehusarlo implica un nudo de oscuridad todavía más grande. Al final también, la Iglesia, cuando es fiel a Cristo, sufre persecución por la justicia.
Os deseo un feliz Año Nuevo.