Fecha: 3 d’octubre de 2021
He de confesar, sin que ello suponga minusvaloración de otras aportaciones, que la verdadera ecología cristiana posee una belleza y una profundidad que no he hallado en ningún otro sistema de pensamiento.
Kilian Jornet, el mejor corredor de montaña del mundo, ganador de mil competiciones y campeón batiendo récords en su especialidad, explicaba desde un escenario público su “filosofía de la vida”.
“Ser libre es no seguir a nadie… Lo que me gusta de la montaña es la incertidumbre, elegir la ruta por la que bajarás, tú creas tu destino. Y, si es en solitario, mejor… La soledad es como estar delante de un espejo”.
A renglón seguido, proclamaba, junto a su austeridad, su decidido ecologismo y su lucha por la conservación de la naturaleza.
Esta fue una declaración sorprendente. Una persona que se había criado en plena naturaleza, que hallaba su identidad en su relación con la montaña, admirado por tantos, no solo a causa de sus triunfos, sino también por sus valores vinculados al deporte, reivindicaba la soledad como garantía de libertad y afirmaba su lucha ecológica.
Esto en la ecología cristiana sería una contradicción. La mirada de este gran deportista ve en una montaña, además quizá de una elemental belleza, un desafío. Es lo que se suele sentir cuando alcanzamos una cumbre: junto al disfrute del paisaje, una satisfacción, una especie de afirmación de uno mismo. Por extensión, podríamos decir que “una prueba del triunfo del ser humano sobre el cosmos”. Por suerte este disfrute tiene un efecto positivo: ayuda a valorar y respetar la misma naturaleza.
También, por suerte, este buen sentido ecológico, en general, no cultiva proyectos individualistas, sino que ha dado lugar a movimientos sociales y políticos… El análisis de la realidad social que suelen hacer estos movimientos tiene en su punto de mira crítico aquellos sistemas de producción que explotan la naturaleza, destruyéndola. Los cristianos damos a esto una sincera bienvenida. Descubrimos además una rendija por donde el hombre moderno supera un materialismo cerrado.
Los cristianos propugnamos una ecología integral. Para nosotros es una concreción de las virtudes. Por eso tiene su fuente en la fe, que nos permite mirar todo con unos ojos nuevos.
Estos ojos de la fe mirando el mundo, en realidad, son muy antiguos en el tiempo (recordamos, por ejemplo, el himno inicial de la Carta a Colosenses, San Basilio de Cesarea y San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, y hace apenas 60 años con la teología de Teilhard de Chardin y su reflejo en el Concilio Vaticano II). Son ojos nuevos en el sentido de distintos, novedosos, respecto a la mirada del mundo pagano.
Los ojos de la fe cristiana están iluminados por el Espíritu de Jesucristo. Según Él, la naturaleza y el mundo, como decimos, es un don inmenso; y su sentido último es revelar la armonía y perfección del llamado “Cristo cósmico”, que en su evolución culminará al final de los tiempos con la transformación (plenitud) total en el mismo Cristo.
Aquí la humanidad camina en diálogo con el cosmos, de forma que éste, superando todo individualismo, acaba siendo “casa de todos”. En su momento dijimos que la vivencia más clara de la ecología cristiana es aquella fraternidad inmensa que deviene “cósmica”: “hermana agua, hermano sol, hermana luna, hermana tierra… hermana muerte”. En ese vínculo fraterno nos encontramos verdaderamente libres.