Fecha: 19 de septiembre de 2021
Abundan en nuestro alrededor realidades que nos sorprenden, que nos sobrepasan, que nos enojan o que son rechazables de por sí. A esas realidades llamamos problemas porque nos resulta difícil hallar una solución satisfactoria para el conjunto de los grupos humanos que están sometidos a sus incomodidades o, lo que es peor, a sus dramas o tragedias.
Reconociendo las dificultades en cada uno de los problemas sociales a los que nos enfrentamos no por ello desistimos de nombrarlos, de tratarlos o de rezar por los mismos. Me refiero a algunos que todos tenéis en vuestra mente: la guerra y la paz, el hambre, las desigualdades sociales, los maltratos de mujeres y niños, la persecución por motivos religiosos (diversos estudios señalan a los cristianos como los grupos más perseguidos del planeta en la actualidad), la lucha contra las enfermedades que devienen en pandemias que a todos afectan, etc.
Hoy quiero alertar sobre una realidad que llena nuestras calles, ayuda en nuestro sistema productivo y que nos cuesta encontrar solución efectiva y afectiva para todos los estamentos relacionados con ella. Hablo de los emigrantes y los refugiados que son un grupo humano muy numeroso en nuestra sociedad. Algunos con situación jurídica clarificada, otros están sin papeles, algunos con estabilidad familiar, con domicilio y con un trabajo relativamente precario, otros que sólo llevan la mochila a sus espaldas como única pertenencia, algunos ayudan a resolver los problemas a los semejantes y otros que dedican su tiempo a la mendicidad o hacen cola en los servicios sociales o en nuestras Cáritas parroquiales o diocesana.
Los cristianos, tanto personalmente como en nuestras instituciones, somos conscientes de los problemas sociales, pero no queremos señalarlos solamente sino ser parte de la solución. Por una sencilla razón que nace del mensaje de Jesucristo: es hermano nuestro, nos ha descubierto la paternidad de Dios y nos manda que actuemos y expandamos la fraternidad. Todos tienen una dignidad personal que nadie puede cuestionar y, olvidando procedencias y culturas, deben ser tratados como hermanos. Nuestra actitud debe ser la acogida, el cariño y la ayuda continuada. Es cierto que hay una exigencia que a todos obliga, el cumplimiento de las leyes y el respeto a las normas vigentes. El acompañamiento y la adaptación social son buenos recursos que utilizar.
Reconozco la gran dificultad del mundo laboral y los enormes esfuerzos de las administraciones públicas y las patronales en este sentido. No es este el espacio para un anàlisis riguroso. Sólo agradecer a todos, cuando este caso se produce, la actitud evangélica hacia aquellos que viven en condiciones deplorables.
A propósito de esta enorme realidad que en algunos momentos se convierte en problema os recuerdo que la Iglesia celebra como cada año la JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO. Hace la número 107 y está prevista su realización el próximo domingo, 26 de septiembre. Os pido oraciones y nuevas actitudes hacia todos para que nadie resulte extraño. Os invito a leer el mensaje que el papa Francisco nos dirige a los cristianos y a todas las personas de buena voluntad. Su título es “HACIA UN NOSOTROS CADA VEZ MÁS GRANDE”. Nos pide evitar el individualismo y nos propone una Iglesia más católica, con una visión más inclusiva y con un sueño que puede ser una realidad, el amor y la fraternidad.