Fecha: 14 de noviembre de 2021

Aquella pregunta sobre quiénes somos “nosotros”, cuando hablamos de la Iglesia en Sínodo, no deja de inquietarnos. ¿Quiénes somos los que formamos la Iglesia, esos que, estando en comunión, han de participar de la vida eclesial y compartir la misma misión?; ¿quiénes han de hablar e intervenir en el Sínodo? ¿Cualquiera que lo desee, aunque no tenga criterios no evangélicos?

Estas reflexiones nos conducen a evocar tantas personas que conocemos y que seguramente están a mitad de camino, reconociéndolo o no, hacia la fe. Recordamos el sufrimiento en amigos, padres, creyentes sinceros, que ven allegados suyos que han perdido la fe, o que no saben si creen, o que les es indiferente creer o no o que no quieren hablar de ello, o que no “necesitan creer” para ser felices… ¿Forman parte del “nosotros”, en comunión, participación, misión?

Al menos, con gusto queremos escucharles, si quieren hablar. Pero, ¿qué peso tendrá su palabra? Como siempre, habrá que discernir… Un caso es el de quienes no quieren saber nada y otro el de quienes buscan sinceramente.

La memoria nos trae algunas felices sugerencias, como aquella del Papa Ratzinger, que promovía “el atrio de los gentiles”, espacio de diálogo entre la fe y el mundo de los que se ven lejos de ella. O como aquellos diálogos libres y luminosos del propio pontífice con representantes de la cultura moderna… Así mismo recordamos figuras que se quedaron en el “umbral” de la fe y de la Iglesia. Por ejemplo, los testimonios de la escritora Simone Weil, y del inmenso autor Charles Péguy, verdaderos protagonistas del “habitar en el umbral de la fe”. No podrán ser representantes de la indiferencia, porque, si algo les caracterizaba, era ser apasionados buscadores de la verdad de la vida. Nos preguntamos si estos, y otros muchos semejantes, en caso de que desearan hablar, deberían ser escuchados por una Iglesia en Sínodo.

Permanece el interrogante de si ellos aceptarían ser considerados dentro del “nosotros” de la Iglesia. Hoy muchos no lo aceptarían. Pero, por supuesto, les escucharíamos solícitamente, no porque sus palabras fueran sin más oráculos de la verdad, sino porque eran buscadores honrados, auténticos, competentes. ¡Cómo desearíamos que nuestros amigos ateos, agnósticos, indiferentes, fueran como ellos! No pocas veces nos hemos preguntado si aquellos habitantes del umbral, en cierto modo atormentados por una manera de vivir la fe, que no encajaba con su búsqueda, hoy, después de la reforma conciliar, se adherirían gustosos a la Iglesia o incluso serían hoy, en su seno, una voz clarividente.

Estamos inquietos por lograr una forma de ser Iglesia más sinodal. ¿Qué importancia puede tener para nosotros el espacio de encuentro y diálogo con los no creyentes? Constantemente escuchamos a gente afirmar que la Iglesia debería hacer esto o lo otro, tendría que cambiar en sus ideas, lenguaje, estrategia, etc. Generalmente estos consejos parten de una base: la sociedad, el mundo, tienen razón, avanzan, y la Iglesia se ve anclada en el pasado. Pero, sin negar la buena voluntad que pueden tener estas voces, nos preguntamos: ¿por qué, en qué sentido tiene razón el mundo?, ¿qué significa avanzar?, ¿qué mundo es el que “manda”?…

Sí, ciertamente hemos de escuchar, y preguntar incluso, en el atrio de los gentiles, a todos los que, sin formar parte “del templo”, no están lejos. El Espíritu de Cristo puede inspirarles algo de su sabiduría. Lo mejor será hacer como María, escuchar y meditar en el corazón para discernir qué quiere el Espíritu de nosotros.