Fecha: 13 de junio de 2021
La Eucaristía es tan importante, que determina toda una forma de vivir.
Muchas veces, quienes no van a misa nos hacen la consabida crítica: “No sé para qué ir a misa, si los que vais cada domingo no sois mejores, quizá peores, que los otros…” Es una mala escusa para no cumplir. Otros quizá nos dirán aquello de “lo que has aprendido, debes ponerlo en práctica”, como si ir a misa fuese como una clase de moral.
Naturalmente que hemos de ser auténticos y consecuentes. Pero, seguramente, quien habla así no sabe qué es la Eucaristía. La Eucaristía es una experiencia, una vivencia que busca envolver toda la persona, desde su capacidad de conocimiento, hasta su sensibilidad estética, pasando por su voluntad, su capacidad afectiva, su cuerpo, su memoria, su instinto, etc. Porque es talmente una experiencia del Espíritu Santo.
Otra cosa es que quienes participamos no nos dejemos penetrar por el Espíritu.
Cuando decimos que es una vivencia, queremos expresar que en ella ocurre algo parecido a lo que buscamos en los encuentros con personas que amamos. Es posible que de la visita a nuestros padres o a un amigo “saquemos algún provecho” (una enseñanza, una ayuda, etc.) Pero esa utilidad no puede justificar la visita. Lo que buscamos en ella es vivir la experiencia de amar y ser amados. Y eso es lo más importante, lo que nunca puede faltar.
Algo parecido ocurre, en un grado más profundo, en la Eucaristía. Pues, así como nuestra persona, desde el corazón, va formándose sobre todo a base de “experiencias de encuentros” (no solo de enseñanzas recibidas o de habilidades logradas), así la frecuencia de la Eucaristía en nuestra vida va construyendo en nosotros una forma de vivir y de ser. Es decir, va construyendo a Cristo en nosotros.
En este sentido, quien vive de verdad la Eucaristía no puede dejar de pensar, sentir o amar como lo hace Jesucristo. Ha de seguir su misma lógica, sus mismos criterios de vida, su misma mirada.
San Juan de la Cruz, en el “Romance sobre la Trinidad”, escribió:
“(El proyecto de Dios Padre) Una esposa que te ame, mi Hijo darte quería… Y comer pan a una mesa, del mismo que yo comía… (Designio de la Encarnación) En los amores perfectos, esta ley se requería: que se haga semejante el amante a quien quería; que la mayor semejanza más deleite contenía…”
Comulgar cuando celebramos la misa “es comer el mismo pan que alimenta la Trinidad”, es decir asimilar su mismo amor. Y cuando participamos de la Eucaristía, entramos en esa manera de vivir, en esa lógica de la vida que impulsa a buscar al otro como semejante, como hermano, para compartir con él el más “grande deleite”. Es lo que hizo Dios con nosotros cuando el Verbo tomó nuestra carne y cuando Él desea permanecer para nosotros en el Sacramento.
Todo esto lo han vivido los grandes santos, aunque no hayan sabido explicarlo. Porque la cuestión no consiste en dar grandes razones, sino en vivirlo y testimoniarlo.
Siempre me han impresionado esos grandes santos que dedicaban largas horas de adoración ante la Eucaristía y al mismo tiempo eran verdaderos héroes del amor al prójimo, las causas sociales, el servicio a los más pobres.
En definitiva, la Eucaristía había conformado su corazón.