Fecha: 10 de noviembre de 2024
Estimadas y estimados. Hoy celebramos la Fiesta de la Iglesia Diocesana. Es un buen momento para hacer memoria de todo lo que se ha hecho en la Archidiócesis a lo largo de este año y, al mismo tiempo, ayudar a formar nuestra conciencia de cara a la misma financiación de la Iglesia.
Desde el Departamento de Economía de la Archidiócesis se está haciendo un ingente esfuerzo para enderezar una situación donde la inercia de años nos había hecho pensar que íbamos sobradamente holgados. También palpo un buen esfuerzo de muchas parroquias para contener el gasto y centrarse en aquello que es esencial. Intuyo también el enderezamiento que hacen muchos sacerdotes al delegar la gestión de los bienes y la administración económica en los laicos y laicas para poderse dedicar más directamente a su ministerio. Pero, en este punto, no me quiero limitar a una lista de agradecimientos, dado que todos trabajamos para el mismo amo. La Iglesia la formamos todos. La diócesis no es la empresa del obispo, aunque este tiene la última responsabilidad. No me imagino a los Apóstoles haciendo programas, pasando cuentas y confeccionando presupuestos, sino predicando la Palabra de Jesús y, en consecuencia, la comunicación de todo tipo de bienes. Ahora bien, si según los documentos de la Iglesia, el obispo tiene la última responsabilidad, también tiene el deber de pensar y proveer las necesidades del conjunto, agradeciendo también la colaboración económica de todos.
Si retrocedemos en el tiempo, reconoceremos que el sistema de economía que estaba en boga nos había malacostumbrado. En parte, era el Estado quien, para compensar el hecho de la desamortización del siglo XIX, estaba comprometido con el mantenimiento de las parroquias. Para complementar esta aportación, del todo insuficiente, existían unas soluciones que ahora encontraríamos discriminatorias, como las categorías establecidas en los entierros, que ahora nos darían vergüenza. Incluso, en algunos lugares, el dinero marcaba la duración del repique de campanas en los bautizos. Y, aún, existía el sistema beneficial, en que una persona o familia, acababa teniendo un cura a su servicio.
Dichosamente, las cosas han cambiado. Pero podrían ser mejores. Una parte importante de los recursos de la Archidiócesis provienen del dinero de los contribuyentes que marcan la cruz a la Iglesia Católica en la casilla correspondiente de su declaración de la renta anual. La otra parte del dinero se recoge de las aportaciones directas de los fieles.
Las necesidades económicas de las personas dedicadas a tiempo total al servicio de la Iglesia continúan, como continúa la actividad pastoral que comporta los consiguientes gastos, y continúa la costosa y pesada carga del mantenimiento y reparación de templos, rectorías y locales parroquiales; y no siempre las comunidades locales tienen la capacidad suficiente para afrontar esos gastos. Conviene hacer rendir mucho mejor aquellos bienes que no se destinan directamente a actividades pastorales. Nos conviene un cambio de mentalidad desde la globalidad diocesana y no tanto desde la mirada solitaria del propio campanario.
Quienes estimamos la Iglesia, porque nos sabemos Iglesia, tenemos que examinarnos sobre la responsabilidad que tenemos de solidaridad con ella. Las leyes civiles establecen unos cánones obligatorios para la buena marcha del país y de las poblaciones. En cambio, la Iglesia vive y se mueve por la voluntad y la generosidad de quienes la formamos y también de quienes valoran su labor.
Vuestro,