Fecha: 13 de diciembre de 2020
La fraternidad universal, nos ha sido regalada en Jesucristo. Solo en Él será posible en nuestro mundo. Al mismo tiempo, como venimos diciendo, esa fraternidad regalada incluye para nosotros una tarea. Ya sabemos que Dios no quiere salvarnos sin nosotros, es decir, sin nuestra disposición libre. No nos trata como “piezas sin alma”: siempre espera nuestra respuesta libre.
En pleno Adviento entendemos esto fácilmente. Porque el Adviento es ante todo la vivencia de aquella disposición a recibir, acoger, el gran don del Verbo de Dios en nuestra humanidad concreta. El Adviento, en efecto, está en función y se cumple en la Encarnación, el abrazo de Dios a la humanidad. El infinito regalo que Dios nos hace es ese abrazo.
Bajo el prisma de la fraternidad universal, el abrazo de Dios a la humanidad en la Encarnación, es el detonante de un inmenso estallido de abrazos a lo largo y ancho del mundo. Esa es la auténtica fraternidad.
Ahora bien, tanto el Adviento, como la fraternidad universal, son también responsabilidad. Quien haya leído la encíclica “Todos hermanos”, verá que está saturada de llamadas a la acción y al compromiso moral.
¿A qué tareas estamos llamados por el Adviento y por el compromiso de la fraternidad universal?
Una primera tarea, elemental, es abrir los brazos. Se trata de la actitud de aquél que se abre él mismo, expectante, confiado, agradecido, esperando la presencia del amigo. Mediante la memoria, la imaginación y el pensamiento centra su atención en el que está por venir. Valora el gozo de su presencia, pregusta la alegría de su compañía y espera. El que viene no es un desconocido, al menos ha sido anunciado. Su recuerdo activa el deseo y se mantiene el corazón expectante.
Ciertamente esta actitud es la propia del Adviento, cuando “el que viene”, el esperado, es Jesucristo. Pero, si hablamos de la fraternidad universal, ¿podemos decir lo mismo? Porque una cosa es estar expectante y abrirse a Jesucristo y otra esperar y acoger a cualquiera que encontremos en el camino de la vida…
Esto es verdad. Pero quien se abre y recibe así a Jesucristo, no cerrará sus brazos cuando se le acerque un hermano, por muy extraño o repulsivo que sea. Una vez más volvemos a San Francisco de Asís, a quien recordamos abrazando y besando al leproso.
¿Es esto un misterio? En cierto modo sí. Pero tiene su lógica. Si hemos dicho que el primer paso del Adviento y del compromiso con la fraternidad universal es la pobreza en el espíritu, se entiende que los brazos abiertos del pobre no ponen condiciones para acoger al otro: el pobre recibe a Cristo como don y sus ojos quedan iluminados para descubrir en cualquier otro un reflejo de ese don, sea cual sea su apariencia, su historia, sus ideas, su psicología, sus miserias…
En la encíclica “Hermanos todos” leemos:
“Para nosotros (los cristianos) el manantial de la dignidad humana y de la fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo” (n. 277)
Diríamos con mayor precisión “el manantial está en Jesucristo mismo” (ya que su evangelio, más que una doctrina, es su persona viva y presente). La Iglesia sirve a la humanidad ofreciéndole la Salvación que ha recibido gratuitamente de Jesucristo y dentro de ese gran don viene incluida la posibilidad de vivir la fraternidad universal. Es la verdad de aquel sencillo saludo: “¡Hermanos todos en Cristo Jesús!”. No es cortesía, sino comunicación y proclamación afectuosa de una verdad.