Fecha: 29 de noviembre de 2020
Hemos concluido el Año Litúrgico contemplando a Jesucristo, que reúne a toda la humanidad, llamándola a formar en Él un único pueblo de hermanos. Comenzamos un nuevo Año litúrgico escuchando estas palabras: “Tú, Señor, eres nuestro Padre… nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero; todos somos obra de tu mano” (Is 63,16. 64,7); “Hermanos, a vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (1Co 1,3).
La pregunta de si era posible la fraternidad universal provenía de la experiencia cotidiana (¡tan lejana de la fraternidad real!) y, en concreto, como ejemplo paradigmático que presenta el Papa, del recuerdo del fracasado intento de San Francisco de convertir al sultán a la fe cristiana y convencer a los cruzados de la inutilidad de la guerra.
La encíclica parecía responder a nuestra pregunta mediante una frase extraída del libro de Eloi Leclerc “Exilio y ternura”, donde el autor describe la experiencia de San Francisco. Pero el autor no sitúa esta frase en el contexto del fracaso del santo ante el sultán, sino casi al final de la obra, cuando el propio santo ha hecho su camino de profundización en la pobreza, llevado por el Espíritu. Era el punto desde el cual puede asumir todos los fracasos y frustraciones de la vida, incluido el intento de crear una fraternidad verdadera en la Orden que él fundó. Entonces es cuando se entiende la frase: “Solo el hombre que acepta acercarse a otros en su movimiento propio, no para retenerlos en el suyo, sino para ayudarles a ser más ellos mismos, se hace realmente padre”. San Francisco no renuncia a su identidad y sus convicciones, pero se acerca al otro, anunciándole el Evangelio, no para apropiarse del otro, sino para que el otro sea él mismo, halle su identidad, que no es otra que “ser hijo de Dios”, hermano de todos. San Francisco llega a ser verdadero padre, cuando, renunciando a la apropiación y al control, engendra, da la posibilidad de llegar a ser hijos – hermanos…
En esto radica la relación misteriosa entre pobreza de espíritu y fraternidad (como su contraria, la relación entre riqueza de espíritu y cerrazón o individualismo). La fraternidad universal es, como toda virtud, don inmenso y ardua tarea.
Con este espíritu iniciamos el camino del Adviento. No es de extrañar que el primer paso de este camino sea justamente la conciencia de pobreza. Ser consciente de profundas carencias que nos impiden la alegría y la felicidad, como la culpa, el fracaso, la enemistad, el vacío, el sufrimiento, la tristeza, la soledad… El contexto de crisis social que estamos viviendo y la encíclica “Hermanos todos”, saturada de denuncias concretas, alimentan hoy esta conciencia de pobreza, en el sentido de sabernos pacientes de “inhumanidad”, carentes de dignidad y sujetos de sufrimiento.
Pero el Adviento, como tiempo de celebración del misterio cristiano, no se queda en la denuncia, sino que nos invita a vivir un segundo paso: el paso a la expectación. Consiste en estar abierto a la venida de alguien que se nos ha anunciado como salvador (Mesías), dador de la felicidad soñada. En este sentido, refiriéndonos a la fraternidad universal, que nadie piense que las denuncias y las llamadas a la acción comprometida signifiquen una gran construcción, un organismo mundial, una táctica segura, que garantice la fraternidad. Ésta es mucho más que lo que podamos construir. El Adviento es expectación y deseo del alguien, cuya presencia, acogida con fe y pobreza nos trae la fraternidad.