Queridos hermanos y hermanas:

En una catequesis anterior presenté la figura de san Bernardo de Claraval, el «doctor de la dulzura», gran protagonista del siglo XII. Su biógrafo —amigo y admirador— fue Guillermo de Saint-Thierry, sobre el que quiero reflexionar esta mañana.

Guillermo nació en Lieja entre los años 1075 y 1080. De familia noble, dotado de una inteligencia viva y de un innato amor al estudio, se formó en escuelas famosas de la época, como las de su ciudad natal y de Reims, en Francia. También entró en contacto personal con Abelardo, el maestro que aplicaba la filosofía a la teología de manera tan original que creaba desconcierto y oposición. El propio Guillermo manifestó sus dudas, solicitando a su amigo Bernardo que tomara posición respecto a Abelardo. Respondiendo a esa misteriosa e irresistible llamada de Dios que es la vocación a la vida consagrada, Guillermo entró en el monasterio benedictino de Saint-Nicaise de Reims en 1113, y algunos años después llegó a ser abad del monasterio de Saint-Thierry, en la diócesis de Reims.

En aquel tiempo estaba muy difundida la exigencia de purificar y renovar la vida monástica, para que fuera auténticamente evangélica. Guillermo actuó en este sentido dentro de su propio monasterio, y en la Orden benedictina en general. Sin embargo, encontró no pocas resistencias ante sus intentos de reforma; así, a pesar de que se lo desaconsejó su amigo Bernardo, en 1135 dejó la abadía benedictina, renunció al hábito negro y se puso el blanco, para unirse a los cistercienses de Signy. Desde ese momento hasta su muerte, acaecida en 1148, se dedicó a la contemplación orante de los misterios de Dios, desde siempre objeto de sus deseos más profundos, y a la composición de escritos de literatura espiritual, importantes en la historia de la teología monástica.

Una de sus primeras obras se titula De natura et dignitate amoris ‘La naturaleza y la dignidad del amor’, en la cual se expresa una de las ideas fundamentales de Guillermo, que vale también para nosotros. La energía principal que mueve al alma humana —dice— es el amor. La naturaleza humana, en su esencia más profunda, consiste en amar. En definitiva, a cada ser humano se le encomienda una sola tarea: aprender a querer, a amar de modo sincero, auténtico y gratuito. Pero sólo en la escuela de Dios se realiza esta tarea y el hombre puede alcanzar el fin para el que ha sido creado. Escribe Guillermo: «El arte de las artes es el arte del amor […]. El amor es suscitado por el Creador de la naturaleza. El amor es una fuerza del alma, que la conduce como por un peso natural al lugar y al fin que le son propios» (La naturaleza y la dignidad del amor, 1: PL 184, 379). Aprender a amar requiere un camino largo y arduo, que Guillermo articula en cuatro etapas, según las edades del hombre: la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. En este itinerario la persona debe imponerse una ascesis eficaz, un fuerte dominio de sí mismo para eliminar todo afecto desordenado, toda concesión al egoísmo, y unificar su vida en Dios, fuente, meta y fuerza del amor, hasta alcanzar la cumbre de la vida espiritual, que Guillermo define como «sabiduría». Al final de este itinerario ascético se experimenta una gran serenidad y dulzura. Todas las facultades del hombre —inteligencia, voluntad y afectos— descansan en Dios, conocido y amado en Cristo.

También en otras obras Guillermo habla de esta vocación radical al amor a Dios, que constituye el secreto de una vida realizada y feliz, que él describe como un deseo incesante y creciente, inspirado por Dios mismo en el corazón del hombre. En una meditación dice que el objeto de este amor es el Amor con «A» mayúscula, es decir, Dios. Es él quien se derrama en el corazón de quien ama y lo capacita para recibirle. Se da hasta que el corazón queda saciado de tal modo que nunca disminuye el deseo de esta saciedad. Este impulso de amor es la plenitud del hombre» (De contemplando Deo 6, passim: SC 61 bis, pp. 79-83). Llama la atención el hecho de que Guillermo, al hablar del amor a Dios, atribuya notable importancia a la dimensión afectiva. En el fondo, queridos amigos, nuestro corazón está hecho de carne, y cuando amamos a Dios, que es el Amor mismo, ¿cómo no expresar en esta relación con el Señor también nuestros sentimientos más humanos, como la ternura, la sensibilidad y la delicadeza? ¡El Señor mismo, al hacerse hombre, quiso amarnos con un corazón de carne!

Según Guillermo, además, el amor tiene otra propiedad importante: ilumina la inteligencia y permite conocer mejor y de manera más profunda a Dios y, en Dios, a las personas y los acontecimientos. El conocimiento que procede de los sentidos y de la inteligencia reduce —pero no elimina— la distancia entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el tú. El amor, en cambio, suscita atracción y comunión, hasta el punto de que se produce una transformación y una asimilación entre el sujeto que ama y el objeto amado. Esta reciprocidad de afecto y de simpatía permite un conocimiento mucho más profundo que el que se obtiene sólo con la razón. Así se explica una célebre expresión de Guillermo: «Amor ipse intellectus est», ‘El amor es en sí mismo principio de conocimiento’. Queridos amigos, podemos preguntarnos: ¿no es precisamente esto lo que sucede en nuestra vida? ¿No es verdad que realmente sólo conocemos a quien amamos y lo que amamos? Sin cierta simpatía no se conoce a nadie ni nada. Y esto vale ante todo en el conocimiento de Dios y de sus misterios, que superan la capacidad de comprensión de nuestra inteligencia: ¡A Dios se lo conoce si se lo ama!

Una síntesis del pensamiento de Guillermo de Saint-Thierry se encuentra en una larga carta dirigida a los cartujos de Mont-Dieu, a los que había visitado y quería alentar y consolar. El docto benedictino Jean Mabillon, ya en 1960 dio a esta carta un título significativo: Epistola aurea ‘Carta de oro’. En efecto, las enseñanzas sobre la vida espiritual contenidas en ella son preciosas para todos los que desean crecer en la comunión con Dios, en la santidad. En este tratado Guillermo propone un itinerario en tres etapas. Es necesario —dice él— pasar del hombre «animal» al «racional» para llegar al «espiritual». ¿Qué quiere decir nuestro autor con estas tres expresiones? Al principio una persona acepta con un acto de obediencia y de confianza la visión de la vida inspirada por la fe. Después con un proceso de interiorización, en el que la razón y la voluntad desempeñan un papel muy importante, la fe en Cristo es acogida con profunda convicción y se experimenta una armoniosa correspondencia entre lo que se cree y se espera y las aspiraciones más secretas del alma, nuestra razón y nuestros afectos. Así se llega a la perfección de la vida espiritual, cuando las realidades de la fe son fuente de íntima alegría y de comunión real con Dios, que sacia. Se vive sólo en el amor y para el amor. Guillermo funda este itinerario en una sólida visión del hombre, inspirada en los antiguos Padres griegos —sobre todo en Orígenes—, los cuales, con un lenguaje audaz, habían enseñado que la vocación del hombre es llegar a ser como Dios, que lo creó a su imagen y semejanza. La imagen de Dios presente en el hombre lo impulsa hacia la semejanza, es decir hacia una identidad cada vez más plena entre su propia voluntad y la divina. A esta perfección, que Guillermo llama unidad de espíritu, no se llega con el esfuerzo personal, aunque sea sincero y generoso, porque hace falta otra cosa. Esta perfección se alcanza por la acción del Espíritu Santo, que habita en el alma, y purifica, absorbe y transforma en caridad todo impulso y todo deseo de amor presente en el hombre. «Hay otra semejanza con Dios», leemos en la Epistola aurea, «que ya no se llama semejanza, sino unidad de espíritu, cuando el hombre llega a ser uno con Dios, un espíritu, no sólo por la unidad de un idéntico querer, sino por no ser capaz de querer otra cosa. De esa manera, el hombre merece llegar a ser no Dios, sino lo que Dios es: el hombre se convierte por gracia en lo que Dios es por naturaleza» (Epistola aurea 262-263: SC 223, pp. 353-355).

Queridos hermanos y hermanas, este autor, que podríamos definir como el «cantor del amor, de la caridad», nos enseña a realizar en nuestra vida la opción de fondo, que da sentido y valor a todas las demás opciones: amar a Dios y, por amor a él, amar a nuestro prójimo; sólo así podremos encontrar la verdadera alegría, anticipación de la felicidad eterna. Sigamos, por tanto, el ejemplo de los santos para aprender a amar de manera auténtica y total, para entrar en este itinerario de nuestro ser. Con una joven santa, doctora de la Iglesia, Teresa del Niño Jesús, digamos también nosotros al Señor que queremos vivir de amor.

Concluyo propiamente con una oración de esta santa: «Yo te amo, y tú lo sabes, Jesús mío. Tu Espíritu de amor me abrasa con su fuego. Amándote yo a ti atraigo al Padre; mi débil corazón se entrega a él sin reserva. ¡Oh augusta Trinidad, eres la prisionera, la santa prisionera de mi amor. […] Vivir de amor es darse sin medida, sin reclamar salario aquí en la tierra […] .Cuando se ama no se hacen cálculos. Yo lo he dado todo al Corazón divino, que rebosa ternura. Nada me queda ya […]. Corro ligera. Ya mi única riqueza es vivir de amor.»

 

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