Fecha: 2 de marzo de 2025

Estos días algunos medios de comunicación recuerdan que hace cinco años vivimos el drama de la pandemia. Comenzó en China a finales de enero y a medida que iban pasando los días recibíamos atónitos las noticias de confinamientos en varios lugares del mundo y de suspensión de actos públicos, hasta que en marzo se decretó también aquí el confinamiento. Se sucedieron unos meses bastante complicados, trágicos para muchas personas que perdieron la vida en hospitales y en residencias, y muchos que tuvieron que vivirlo en la soledad, hasta que a partir del mes de mayo hubo un alivio progresivo de la pandemia y de aquel confinamiento.

En nuestra diócesis, siguiendo las normativas gubernamentales que nos llegaban se suspendieron celebraciones y actos religiosos y únicamente las iglesias quedaban abiertas y se transmitían algunas celebraciones telemáticamente como signo de esperanza para nuestra relación con Dios. El toque de las campanas se convertía de alguna manera en el grito de un pueblo que levantaba su voz a Dios pidiendo su ayuda y protección.

En las reflexiones de aquellos días y en los posteriores nos planteábamos como sociedad si realmente sabríamos aprender la lección de aquella tragedia. Algunos incluso decían que habría un antes y un después, y que nada sería igual después de aquella experiencia. Porque es verdad que, a raíz de aquella situación, se incrementó mucho la solidaridad entre las personas y todo el mundo quería ayudar y colaborar de la forma que fuera posible en las situaciones de dificultad que sufrían muchas personas, especialmente las más vulnerables de la sociedad.

También aquella situación ayudó a la reflexión personal sobre el sentido de la vida, la capacidad de destrucción que podemos generar o la necesidad de promover actitudes positivas para mejorar la calidad de vida. Para muchos se ofrecía la posibilidad de volver la mirada hacia Dios y tomar conciencia más plena de la limitación y pequeñez del ser humano ante situaciones que escapan a nuestro control y ante las que experimentábamos una profunda impotencia.

El progresivo retorno a la normalidad nos hizo experimentar que nos es muy fácil olvidar y dejar atrás lo aprendido y que, en cambio, los vicios adquiridos se quedan entre nosotros. El aislamiento produjo en muchos un incremento del uso de las redes sociales y del individualismo y la desvinculación que conllevan.

Recuerdo que en aquel contexto de retorno, el obispo de Terrassa y un servidor que entonces era obispo auxiliar, publicamos una carta invitando a asumir el nuevo curso con ilusión renovada y con verdadera esperanza sin olvidar las lecciones del pasado. Hacíamos referencia a la importancia de poner la confianza en Dios, que es el único que nunca falla, en incrementar el trabajo en la acción caritativa y social hacia los más necesitados y los heridos que salían de aquella situación, al acompañamiento de las personas, especialmente de las más heridas, a la intensificación de la vida interior y la espiritualidad como camino para vivir la relación con Dios y la recuperación de las celebraciones comunitarias.

Ahora, cuando se cumplen cinco años de todo aquello deberíamos plantearnos si realmente hemos aprendido la lección. Porque más bien parece que hemos olvidado lo que vivimos, puede que de hecho ya lo queríamos olvidar, y hemos olvidado también la lección de nuestra pequeñez, de la impotencia de la ciencia y de la técnica y parece que hemos vuelto al orgullo y la prepotencia del hombre del siglo XXI, a la ceguera de nuestra propia realidad, a olvidar la mirada de Dios para ponerla de nuevo en el mundo.

Puede ser que estemos todavía a tiempo para no caer en la misma trampa, para reconocer que solo Dios lo puede todo, porque Dios puede hacerlo todo nuevo, es verdad, pero cuenta con nuestra colaboración y nuestras capacidades de mejora.