Fecha: 9 de octubre de 2022
Estimadas y estimados. Yo era pequeño y de aquel gato recuerdo poco. Ya no sé si era blanco o negro, anciano o joven, o si tenía los ojos verdes o azules. Sólo recuerdo que tuvo la desgracia de que su amo viviera en una calle donde prácticamente era el único gato en medio de muchos perros. Y, desde muy pequeño, aprendió lo que, a diario, hasta el día de su muerte, se convirtió en su obligación: huir. Sí, un gato rodeado de perros aprende pronto a huir. Yendo o volviendo de la escuela, tan pronto le veía al inicio de la calle como en la otra, o sobre un árbol o sobre el tejado. El gato siempre huía. Y, fijémonos en que, cuando el hombre huye, lo que menos interesa es saber de dónde vienes y hacia dónde vas. El gato de mi infancia nunca sabía de dónde venía ni en qué tejado acabaría ese día su persecución.
Hoy no puedo evitar decir que aquel gato me hace pensar en un tipo de turismo que hoy nosotros mismos hacemos: es lo que diría «huir de turismo». Sí, también nosotros huimos de vacaciones ―lo hemos percibido especialmente este verano― o huimos el mismo fin de semana. ¿De qué huimos? ¿Hacia dónde huimos? Si nuestra huida termina en la Costa Dorada o en la Costa Brava, o hacia la montaña, hay que decir que es pura coincidencia de aquella ocasión. Pero decimos con satisfacción que hemos dejado atrás el trabajo, las preocupaciones, es decir, hemos huido de toda una serie de cosas que nos abrumaban. El padre huye de su trabajo cotidiano, la doctora de la inquietud de la consulta estresante, la ama de casa de las paredes del piso, los chicos y chicas de sus profesores…, y creo que una gran mayoría huye de una vida monótona y sin demasiado sentido. Y ese escaparse no sabe dónde acabará.
Huimos, al fin y al cabo, para olvidarnos de pensar en nosotros mismos. Ya lo analizaba perspicazmente Blaise Pascal en sus Pensamientos, en la primera mitad del siglo XVII, cuando escribía: «Desde la infancia se carga a los hombres de la inquietud de su honor, de su bien, de sus amigos, y todavía del bien y del honor de sus amigos. Se les agobia de asuntos, del aprendizaje de las lenguas y de los ejercicios, y se les hace sentir que no podrían ser felices sin que su salud, su honor, su fortuna y la de sus amigos estén en buen estado, y que una sola cosa de la que carecieran los haría desgraciados. Así se les dan cargos y asuntos que les marean desde que comienza el día […]. ¿Qué podría hacerse mejor para volverlos desgraciados? […]. Sólo habría que quitarles todas estas inquietudes; porque entonces ellos se verían, pensarían lo que son, de dónde vienen, a dónde van […]. Y por eso, después de haber preparado tantos asuntos para ellos, si tienen algo de tiempo de descanso, se les aconseja que lo empleen en divertirse, en jugar, y en ocuparse siempre todos enteros…» (Pensamientos, núm. 207).
Convendría no dejarse llevar por este tipo de fuga colectiva que, como el gato de mi infancia, nunca se sabe de dónde viene ni dónde acabará, porque nos pasamos la vida huyendo, en el fondo, de nosotros mismos. Y, dado que nos olvidamos de pensar en el sentido que tiene nuestra vida, en este huir y escapar nunca sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos.
Vuestro.