Fecha: 28 de marzo de 2021
Un famoso diseñador de moda hizo célebre la frase «la arruga es bella», que triunfó más allá del mundo de la moda. Quería resaltar la belleza de la imperfección, de lo despreciado según los cánones de belleza. Gracias a este eslogan, la arruga muchas veces ha dejado de ser despreciable.
Menos suerte han tenido las cicatrices, recuerdos imborrables que dejan mella en el cuerpo tras una afección, lesión u operación. La tendencia es avergonzarse de ellas y esconderlas, porque delatan nuestras miserias y nuestro sufrimiento.
Jesús nunca escondió sus cicatrices. El apóstol Tomás aceptó la resurrección de Jesús cuando Jesús le mostró sus heridas y le dijo: «Trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Pero, ¿por qué quiso mostrar esas desagradables cicatrices? ¿Acaso Dios no lo hace todo bello? Está claro que sí. Entonces, ¿cuál fue su verdadero propósito?
Cuando atravesamos situaciones de dolor, nos quedan marcas que pueden afectar significativamente nuestra manera de ser o de vivir. Sin embargo, esas cicatrices pueden ser también una oportunidad para crecer interiormente y ayudarnos a ser mejores personas. Las lecciones de la vida son valiosas; hay que aprender a descubrir lo que, en ocasiones, se rompe en nosotros y reconocer que esas marcas nos pueden hacer más humanos y más auténticos.
Las cicatrices son un mapa de los lugares y experiencias que hemos vivido. Son como huellas que nos guían en nuestra travesía existencial. Por eso las cicatrices son entrañables, no debemos ignorarlas y tratar de esconderlas: están ahí, debemos comprenderlas y aprender de ellas.
Precisamente en este Domingo de Ramos recordamos cómo Jesús eligió quedar marcado para siempre para evidenciar su amor infinito hacia nosotros, para mostrar su humanidad y su sacrificio en la Cruz, para decirnos que nos acepta tal como somos, para restaurar nuestras heridas, pero también nuestro corazón, nuestra alma y nuestra fe. Si nos fijamos, podremos reconocerle a través de nuestras cicatrices, sabiendo que estas nos guiarán hasta Jesús resucitado, como a Tomás que, al ver las de Jesús, por fin pudo proclamar: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).
La decisión que tomó Jesús de mantener sus heridas choca especialmente en nuestra sociedad, donde prevalece la belleza exterior y la perfección estética. Muchas veces olvidamos que nuestra naturaleza es frágil y que somos humanos. El día que nosotros aceptemos y mostremos nuestras cicatrices sanadas por Cristo, anunciaremos el amor y la gloria de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, si tenemos heridas que no acaban de cicatrizar, enseñémoslas al Señor sin ningún pudor. Dios nos ama con nuestras imperfecciones. Unidos a Dios aprenderemos a apreciarnos como somos: únicos, irreemplazables, capaces de amar y ser amados, en permanente cambio, pero, a veces, rotos.