Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las últimas catequesis hemos hablado de la familia que vive la fragilidad de la condición humana, la pobreza, la enfermedad, la muerte. Hoy reflexionamos sobre las heridas que se abren en el interior de la convivencia familiar, es decir cuando en la misma familia se hace el mal. ¡Esto es lo más feo!
Sabemos que en cualquier historia familiar no faltan momentos en los que la intimidad de los seres más queridos queda ofendida por el comportamiento de sus miembros. Palabras y acciones (y omisiones!) que, en lugar de expresar amor, lo reducen o, peor aún, el mortifican. Cuando estas heridas, que aún tienen posibilidades de remedio, se descuidan, se agravan: se transforman en prepotencia, hostilidad, desprecio. Y luego pueden convertirse en heridas profundas que dividen marido y mujer y llevan a buscar en otros comprensión, apoyo y consuelo. Pero a menudo estos «apoyos» ¡no piensan en el bien de la familia!
El vacío del amor conyugal esparce resentimiento en las relaciones. Y a menudo la disgregación «cae encima» de los hijos.
Esto mismo, los hijos. Me gustaría detenerme un poco en este punto. A pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada y todas nuestras análisis psicológicos refinadas, me pregunto si estamos anestesiados también en cuanto a las heridas en el alma de los pequeños. Cuanto más se les intenta compensar con regalos y golosinas, más se pierde el sentido de las heridas -más dolorosas y profundas- del alma. Hablamos mucho de problemas de conducta, de salud psíquica, de bienestar del niño, de ansia de los padres y de los hijos… Pero, ¿sabemos realmente qué es una herida del alma? ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias donde se hiere y se hace el mal, hasta romper el vínculo de la fidelidad conyugal? ¿Qué peso tiene en nuestras elecciones -decisiones equivocadas, por ejemplo-, ¿qué peso tiene el alma de los niños? Cuando los adultos pierden la cabeza, cuando todo el mundo piensa sólo en sí mismo, cuando el padre y la madre se hacen daño, el alma de los pequeños sufre mucho, tiene un sentido de desesperación. Y son heridas que dejan una marca para toda la vida.
En la familia todo está relacionado: cuando su alma está herida en algún momento, la infección se contagia a todos. Y cuando un hombre y una mujer, que se han comprometido a ser «una sola carne» ya formar una familia, piensan obsesivamente en las propias exigencias de libertad y de gratificación, esta distorsión ataca profundamente el corazón y la vida de los hijos. Muchas veces los niños se esconden para llorar solos…
Esto lo tenemos que entender bien. El marido y la mujer son una sola carne. Pero sus hijos son carne de su carne. Si pensamos en la dureza con la que Jesús advierte a los adultos de no escandalizar a los pequeños –lo hemos escuchado en el pasaje del Evangelio– (Mt 18,6), podemos comprender mejor su palabra sobre la grave responsabilidad de mantener el vínculo matrimonial con el que comienza la familia humana (cf. Mt 19,6-9). Cuando el hombre y la mujer se convierten en una sola carne, todas las heridas y todos los abandonos del padre y de la madre afectan a la carne viva de los hijos.
Es cierto, por otra parte, que hay casos en los que la separación es inevitable. A veces puede ser incluso moralmente necesaria, precisamente cuando se trata de sustraer el cónyuge más débil, o los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y por la violencia, por la humillación y la explotación, por el alejamiento y por la indiferencia.
No faltan, gracias a Dios, aquellos que, sostenidos por la fe y por el amor a los hijos, dan testimonio de su lealtad a una relación en la que creían, a pesar de que parecía imposible de hacerla revivir. No todos los separados, sin embargo, sienten esa vocación. No todos reconocen, en la soledad, una llamada que el Señor les hace. A nuestro alrededor encontramos diferentes familias en situaciones denominadas irregulares –a mí no me gusta esta palabra– y nos hacemos muchas preguntas. ¿Cómo podemos ayudarlas? ¿Como podemos acompañarlas? ¿Como podemos acompañarlas para que los niños no sean rehenes del padre o de la madre?
Pidamos al Señor una fe grande para mirar la realidad con la mirada de Dios, y una gran caridad para acercarse a la gente con su corazón misericordioso.
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