Fecha: 1 de octubre de 2023
En los últimos años se ha escrito mucho sobre la presencia pública de la fe o la reserva al corazón de cada cual, como algo íntimo y privado. A pesar de que las convicciones o creencias son el fundamento de la vida del ser humano. Se olvida, además, con mucha frecuencia que la libertad religiosa forma parte del elenco de los derechos humanos que con tanto ardor se reivindican para cualquier circunstancia en la que el ser humano se halla disminuido, despreciado o expulsado de su entorno. El color de la piel, el origen, la posición socio-económica… son elementos que propician separaciones o levantan muros. También los creyentes forman un grupo al que se le niega en ocasiones la publicidad de su fe.
El papa Francisco en un discurso (6 de noviembre de 2022) en Baréin ha pedido que la libertad religiosa sea plena y no se limite a conceder permisos y reconocer la libertad de culto, lo que supone no sólo respetar las manifestaciones externas y públicas de la fe para toda confesión religiosa sino también garantizar la no coacción en materia religiosa, así como tener la debida consideración de la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social. Además de esta referencia personal ha sido recientemente un tema de estudio por parte de un grupo de profesores y que han publicado en una pequeña obra titulada La libertad religiosa y la presencia de la Iglesia en el espacio público. Ha sido una profunda reflexión interdisciplinar del mundo de la sociología, del derecho, de la filosofía y de la teología que nos han dado a conocer como una gran preocupación por las limitaciones que en este sentido se producen en algunas partes de nuestra geografía. Incluso en nuestro mundo occidental se discute a veces su existencia catalogándola como una suma de privilegios o arrinconándola a los despachos o a las sacristías. Y ni una cosa ni otra. Sin privilegios pero sin exclusiones arbitrarias.
Todo esto me viene a la mente a raíz del acontecimiento de la Jornada Mundial de la Juventud que, con el Papa, se vivió en Lisboa el pasado mes de agosto. Sin triunfalismos pero también sin complejos de inferioridad se deben analizar los hechos y sus consecuencias. Por supuesto este hecho que congregó a más de un millón de personas, venidas de todo el mundo, para celebrar públicamente la fe que a diario se vive en las propias comunidades. Muchos mostraron su alegría y satisfacción por ser capaces de reunir a tanta gente para proclamar la fe en Jesucristo. Por otra parte algunos se preguntarán en qué se concreta esa explosión de religiosidad en la vida diaria. Me quiero sumar a los primeros sin desmerecer la autocrítica o la conversión para mejorar la autenticidad de la vida cristiana en las relaciones con los demás y en la apertura a dejarse acompañar por Dios que nos crea y por Jesucristo que nos muestra el camino de la adoración y del compromiso.
Porque la referida Jornada supuso un punto de merecido orgullo y satisfacción para quienes la organizaron y participaron en Lisboa. También para quienes desde casa contemplamos el evento a través de las pantallas de televisión. Se percibía en los rostros el clima de oración y de búsqueda de muchos de nuestros jóvenes; también el de pertenecer a una Iglesia universal que rompe fronteras y acerca sentimientos culturales distintos. Ningún grupo humano es superior a otro. Todos somos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. Queremos vivir y anunciar el amor de Dios y nos alegra que tantos jóvenes lo manifiesten de esa manera que contagia al resto de seres humanos para que conozcan el evangelio del Señor. No se puede llamar a eso triunfalismo, sino un motivo para revisar la atención que nuestras comunidades prestan a los intereses, preocupaciones y dificultades de los jóvenes que viven con nosotros. El grupo de Lleida que participó en la Jornada regresó con cansancio físico pero muy ilusionado por continuar en el camino emprendido. Cuentan con la Delegación Pastoral de Jóvenes para su impulso y coordinación.