Fecha: 10 de mayo de 2020
En la celebración de la Eucaristía de los domingos del tiempo de Pascua que preceden a la solemnidad de la Ascensión del Señor, escuchamos cada año algunos fragmentos del Discurso de despedida que Jesús dirigió a sus discípulos durante la última Cena, y que nos ha transmitido el evangelista san Juan. Son unas palabras que en la estructura cronológica del Evangelio están pronunciadas antes de la pasión y constituyen una exhortación para que en el momento de la prueba no dejen de confiar en Dios y en el mismo Jesús. Sin embargo, no hay que olvidar que la redacción del texto es posterior a la resurrección, cuando los apóstoles ya han entendido plenamente el sentido de estas palabras del Maestro y de su muerte. Para ellos la cruz no era ya el final dramático de la vida del Señor, sino que la veían como la ida al Padre, al lugar a donde quiere llevarnos también a nosotros. Estas palabras, escuchadas en el tiempo pascual son una invitación a mirar su vida, no desde la perspectiva de la inmediatez de los acontecimientos dramáticos de la Cruz, sino desde la mirada esperanzada de la Resurrección. Solo ella nos da la luz para entender el conjunto del camino de Jesús.
Jesús comienza su discurso exhortando a los discípulos a creer para no perder la paz: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). Esta invitación también va dirigida a los creyentes de todos los tiempos, porque nos da el criterio fundamental para discernir la profundidad de nuestra vida cristiana. En nuestra historia personal experimentamos situaciones que ponen a prueba la fe, que nos pueden llevar a desconfiar de Dios y a que se turbe nuestro corazón. Si en estos momentos perdemos la paz tal vez se deba a que en las dificultades nos encerramos en nosotros mismos y apartamos la mirada de la meta a la que Cristo nos quiere llevar y que ilumina toda la vida: “os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14, 3).
Jesús nos invita también a no alejarnos del camino que nos conduce a esta meta, que no es otro que su propia persona: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). El Señor no se ha contentado con revelarnos la meta a la que nos quiere conducir, sino que nos ha indicado también el modo de llegar, que no es otro que compartir su misma vida. Él mismo, que nos ofrece su amistad y quiere llevarnos a donde Él ha ido, se ha hecho camino para que lleguemos más fácilmente a Dios. Si en las dificultades sentimos que se turba nuestro corazón tal vez nos tendremos que preguntar si no hemos apartado la mirada del único camino que nos puede llevar a la verdadera vida.
Este año estamos celebrando la Pascua en unas circunstancias excepcionales, desconocidas para nuestra generación. Muchos logros de la civilización del progreso, de la ciencia y de la técnica se han desvanecido. Repentinamente hemos experimentado la fragilidad y el temor se ha instalado en el corazón de muchas personas. Que la celebración de la Pascua nos lleve a valorar los acontecimientos de tal modo que no perdamos la paz que nos da Cristo resucitado.