Fecha: 1 de mayo de 2022
Tratamos de vivir a fondo el espíritu de la Pascua. Inevitablemente se nos va el pensamiento a la Iglesia y a la impresión que tenemos de la situación en la que hoy se encuentra. ¡Ojalá nuestra Iglesia concreta resucite!
Cada año, por estas fechas vuelvo a planearme la cuestión de si es mejor hablar de “Iglesia resucitada” o “Iglesia del Resucitado”. No es una cuestión de purismo lingüístico, sino de gran trascendencia para sabernos situar en la Iglesia. Especialmente hoy, cuando no cesan las voces que hablan de crisis, y cuando nos vemos en pleno camino sinodal.
Hace unos días escuchaba una entrevista a un pastoralista, muy apreciado y conocido en medios eclesiásticos por sus publicaciones, su gran éxito editorial y sus comentarios evangélicos. Interpelado por el entrevistador respondía: “Cuando entro en una Iglesia, donde se celebra la misa dominical, no hallo a Jesús, ni rastro de su Reino”. Era una grabación de YouTube; si hubiese estado presente, le habría expresado mi total desacuerdo con esta afirmación, dicha así, sin más. Sus palabras no eran aceptables, ni siquiera como recurso oratorio, como manera de captar la atención.
La pregunta se impone: ¿qué entendemos por una Iglesia de Jesús?
No pude acabar de escuchar la entrevista. Posiblemente al final respondería a esta pregunta. Por lo que pude intuir, el Jesús que él no encontraba en la misa parroquial del domingo era el Jesús que él mismo había construido desde sus ideas y su estudio… ¿Es también el Jesús real o es solo una parte de todo lo que Él significa? Por otro lado, ¿cómo se nota la presencia de la Iglesia de Cristo y de su Reino?
Respondemos haciendo tres precisiones. Primera, que la Iglesia de Cristo y el Reino de Dios no se manifiestan más que mediante signos: su verdad, su realidad, en sí misma, sigue escondida con Cristo en Dios, como dice la Carta a los Colosenses (cf. Col 3,3). En segundo lugar, que los signos litúrgicos, como todos, han de ser interpretados, leídos, concretamente con los ojos del mismo Cristo. Puede haber muchos signos, pero que no respondan a la realidad de una verdadera Iglesia de Cristo (por ejemplo, en la escena evangélica de los ricos “generosos” y la viuda pobre (cf. Mc 12,41-42). En tercer lugar, que la liturgia, por ella misma, ofrece muchos signos de lo que es una Iglesia encarnada en una comunidad concreta. No podemos exigir solo los signos que responden a nuestra sensibilidad, despreciando otros que, también son propios de una auténtica Iglesia.
¿Por qué dudar sistemáticamente de la sinceridad de quienes rezan el mismo Padrenuestro o recitan el mismo Credo, piden perdón, responden Amén, cantan u oran en silencio…? La fe, los esfuerzos y sacrificios que se realizan para seguir esperando y amando son la verdad de los signos (palabras, gestos) que se realizan visiblemente en la misa. Son la verdad de la Iglesia concreta.
La Iglesia resucita en aquellos que siguen creyendo a pesar del sufrimiento, en aquellos que se esfuerzan por sobrellevar una presencia molesta en la familia, en aquellos que tratan de perdonar y ser sinceros, en aquellos que no se avergüenzan del otro porque sea un pecador, en aquellos que ofrecen tiempo, dinero, facultades en favor de los más necesitados… Toda esta vida tiene su lugar en la misa, aunque solo será evidente a los ojos de Dios.
Es más, aunque esta vida interior nuestra fuera débil o mortecina, en la celebración de la Eucaristía Jesucristo resucitado continuaría realizando su ofrenda al Padre por toda la humanidad e invitándonos a participar de ella.