Fecha: 18 de julio de 2021
Continuamos reflexionando hoy sobre el misterio de la Iglesia, tema que nos afecta especialmente porque es en ella donde tenemos nuestras verdaderas raíces y donde debemos encontrarlas. Más que en el lugar donde hemos nacido, y de manera parecida a lo que supone la familia en la vida humana, los llamados vínculos de la sangre, es en la Iglesia donde tenemos nuestras raíces más profundas, incluso más reales, ya que como hemos dicho anteriormente es la familia que forman los bautizados compartiendo un mismo Espíritu Santo.
Pero la Iglesia es también un misterio. Un misterio de fe, y eso quiere decir que tenemos que mirarla con los ojos de la fe. Es un misterio en la medida en que está inscrita en el plan de salvación de Dios. Y ello significa que sin fe no es posible entender la Iglesia, no es posible aceptarla. Este es el motivo por el cual la Iglesia no está de moda, ni podrá estarlo, en la medida en que falte la fe. Y quizás debemos reconocer que también a los cristianos nos falta más fe.
Un misterio de fe y a la vez un misterio de comunión. Esta es la intuición central de la constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II. En aquel gran concilio ecuménico se abrieron nuevas perspectivas, nuevas dimensiones en la comprensión de lo que es la Iglesia y para entender que la Iglesia es un misterio de fe y también de comunión.
Según el mismo Concilio Vaticano II, “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium, 1).
Al decir “sacramento” no queremos decir que lo sea como los siete sacramentos que conocemos. Se llama sacramento porque ella es una realidad visible –una comunidad que podemos ver- que contiene y comunica la gracia invisible que Cristo le da, como cabeza suya por medio del espíritu santo, y esta gracia la comunica a la humanidad entera y no sólo a los cristianos; es por ello que es sacramento, signo universal de salvación. Es ella quien administra los siete sacramentos y estos se celebran en la Iglesia y por Cristo.
El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de lo fieles como en un templo y en ellos reza y da testimonio de su adopción como hijos. Guía a la Iglesia a la verdad entera, la unifica en comunión, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos.
La comunión es precisamente la gran tarea que el Papa San Juan Pablo II indicó, sin duda de manera profética, para la Iglesia de nuestro tiempo: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de comunión: este es el gran reto que tenemos ante nosotros en el milenio que empieza, si queremos ser fieles al designio de Dios y también responder a las esperanzas profundas del mundo (Juan Pablo II, carta apostólica Novo millenio ineunte, 42).
Este es un buen objetivo a alcanzar en nuestras parroquias y comunidades cristianas de toda clase, crecer en el sentido de familia, de casa y de comunión verdadera, más allá de nuestras limitaciones, y de nuestras posibles y legítimas diferencias.