Fecha: 30 de marzo de 2025

Estimados hermanos y hermanas:

Este fin de semana, Roma está acogiendo el Jubileo de los sacerdotes instituidos como Misioneros de la Misericordia: ministros que representan al Santo Padre a través de la predicación, de la dirección espiritual y del sacramento de la reconciliación en su área y en el país donde se encuentren, según sean requeridos.

Dios, «que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo» (Ef 2,4s): un don que supone un reto, no solamente para estos misioneros del perdón, sino para cada uno de los cristianos que damos vida al inconmensurable Pueblo de Dios.

Con el corazón bañado de misericordia, afrontamos un año con un pensamiento constante, y es que Dios comprende, atiende y nunca se cansa de perdonar, como repite, una y otra vez, el papa Francisco. «Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón», recuerda el Santo Padre, pues Jesús «nos ofrece palabras de amor y de misericordia que invitan a la conversión».

Dios habita una luz inaccesible (cf. 1Tim 6, 16) que solo es posible ver si miramos con los ojos del perdón. Y si todos somos hijos, todos hemos de cambiar la mirada para ver —y, por tanto, actuar— con una misericordia infinita que lo traspasa todo.

Revelada en Cristo, «la verdad acerca de Dios como “Padre de la misericordia” (2Cor 1,3) nos permite verlo especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad», escribe el papa san Juan Pablo II en el número 2 de su carta encíclica Dives in misericordia. En Cristo y por Cristo, confiesa, se hace también «particularmente visible» Dios en su misericordia.

La compasión es la encarnación más bella de Jesús de Nazaret, el espejo donde todos hemos de fijar nuestras vidas para llenar —de su presencia consoladora— cada rincón deshabitado, hambriento y solitario de esta tierra. Si su misericordia llena la tierra (cf. Sal 32), dejémonos empapar por el tesoro que encierran sus manos y vayamos a contar lo que hemos visto y oído: que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados por amor (cf. Lc 7,22).

Todos, en algún momento de nuestra vida, somos el hijo pródigo que le pide a su padre volver a casa: por la dignidad como hijos y por la caridad de nuestro Padre.

Hoy, una vez más, dejemos atrás eso que tanto nos duele, levantémonos, vayamos al Padre y pidámosle ser un jornalero más en su Casa. Porque Él borra el pasado y convierte el presente en puro don, escribiendo en lo más profundo de nuestra alma: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).