Fecha: 12 de julio de 2020
En el momento actual ayudar a todos los bautizados a encontrarse con Dios es una urgencia pastoral, porque en una cultura que ha perdido las referencias cristianas, sin una experiencia de fe que llegue al corazón, las verdades de la fe se vuelven incomprensibles para muchos y las exigencias morales se convierten en una carga insoportable. Estoy convencido de que actualmente todo proceso de transmisión de la fe debe comenzar por una iniciación a la vida de oración que posibilite un encuentro vivo con Dios. Por ello, su práctica no puede convertirse en algo reservado a un grupo selecto de creyentes, sino que es una necesidad para todos los cristianos, ya que sin ella la fe no puede mantenerse viva.
La vivencia de la oración que tuvo el Señor y sus instrucciones sobre el modo de orar son los elementos en los que un cristiano se debe inspirar cuando reza. En los evangelios se nos narra que frecuentemente el Señor se retiraba a orar, a veces solo y otras acompañado por algunos discípulos. No solo oraba cuando disponía de tiempo libre o no tenía otra cosa más importante que hacer, sino que le dedicaba tiempo, lo que indica que era muy importante. La oración no era para Él una técnica de relajación, sino la manera de vivir humanamente su relación filial con el Padre, una relación que le llevó a vivir su misión de tal forma que en Él no encontramos la más mínima disociación entre “amor” y “obediencia”: el modo de vivir y expresar su amor filial es obedeciendo la voluntad del Padre. El cristiano cuando reza no se busca a sí mismo, sino que lo hace porque en Cristo ha sido hecho “hijo de Dios”. Su oración, al igual que la del Señor, ha de ser el camino para expresar y crecer en la relación filial con el Padre, vivida con obediencia amorosa.
Cristo, además de orar dio breves indicaciones a los discípulos sobre el modo de hacerlo. No dio importancia a las técnicas ni formuló grandes teorías sobre los métodos de oración. Para Él lo más importante era la sencillez exterior y la autenticidad interior. Entre sus enseñanzas la más importante es el Padrenuestro. En las tres primeras peticiones se formulan los deseos más profundos que brotan del corazón de aquel que de verdad cree en Dios y lo ama: que el nombre de Dios sea santificado, que venga su reino y que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo. El discípulo, antes que preocuparse por sí mismo, busca el Reino de Dios y su justicia. En la segunda parte expresamos nuestras necesidades: conscientes de que somos pobres, pecadores y débiles y, por tanto, estamos amenazados por el maligno, nos ponemos confiadamente en las manos del Padre y le pedimos que nos cuide, que nos perdone, que nos sostenga en la tentación y que nos proteja de aquel que puede apartarnos del camino de la salvación.
La oración del Señor es el modelo de la oración cristiana. Al cristiano no le es lícito apartarse de este camino: “si vas discurriendo por todas las plegarias de las santas Escrituras, creo que nada hallarás que no se encuentre y se contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad para decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas” (San Agustín).