Fecha: 17 de noviembre de 2024
Estimados diocesanos, amigos y amigas:
La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Si 21, 5), reza el lema elegido por el Papa Francisco para la VIII Jornada Mundial de los Pobres que celebramos hoy. Un lema que guarda un sentido muy especial para este año dedicado a la oración: Dios escucha la plegaria de los más necesitados, padece su sufrir, se sienta junto a ellos en la mesa, enjuga cada una de sus lágrimas y, ante su desesperación, llora su propio dolor. Y a la luz de ese sentir, descubre el Santo Padre, «el silencio se rompe cada vez que un hermano en necesidad es acogido y abrazado».
Con vistas al Jubileo Ordinario 2025, urge la necesidad de hacer nuestra la oración de quienes gozan de un lugar privilegiado en el corazón de Dios, que son los pobres. Hacer nuestra su plegaria supone ayudar a librarles de su angustia, acoger su corazón de barro y ser mendigos de su propia miseria, hasta que su alma deje de respirar las migajas de esta sociedad.
Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, «ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien» (Evangelii gaudium, 2). Y esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo Resucitado, tal y como revela el Santo Padre en su exhortación apostólica.
«Yo sólo soy una pobre monja que reza. Rezando, Jesús pone su amor en mi corazón y yo salgo a entregarlo a todos los pobres que encuentro en mi camino», confesó la Madre Teresa de Calcuta en 1985 ante la Asamblea General de la ONU. Y siguiendo la estela de su mano compasiva, hoy quisiera dirigirme a ti, que estás pasando por una necesidad concreta, sea cual sea el nombre de tu pobreza, y que vagas como peregrino en esta tierra habitada por el Amor.
Hoy la Iglesia se detiene ante ti, quiere escuchar tu sufrimiento, acercarse un poco más a tu herida, regalarte la sonrisa que olvidaste en algún lugar del camino, llenar tu vacío con esperanza y curarte el dolor con las manos del propio Jesús. Él, que se detuvo ante el cansado con una fidelidad inconcebible, recurría a la oración antes de regalar un gesto, una caricia o una palabra de consuelo.
Hoy, una vez más, «la sentencia divina no se hace esperar en favor del pobre» (Si 21, 5), tal y como descubre el corazón del Evangelio. Y tú tienes un sitio privilegiado en la Casa del Padre. Y aunque te queden pocas fuerzas, reza y confía, y los ojos se te abrirán de tal manera que el alma se te llenará entera y eternamente de amor.