Fecha: 19 de abril de 2020
Queridos diocesanos:
No quiero cansaros repitiendo la misma frase que todos os habéis hecho en algún momento de estos días de Cuaresma y Pascua. ¡Nunca habíamos visto una cosa igual! Hemos pasado la Pascua de este año sin procesiones en nuestras calles y plazas, sin preparaciones en Hermandades y Cofradías y, lo que es más significativo, con celebraciones litúrgicas sin presencia del pueblo fiel en nuestros templos.
El motivo de esta reclusión en domicilios y atentos a los medios de comunicación audiovisuales ha sido la extensión y la profundidad de la pandemia que ha provocado el coronavirus. La superación del COVID-19 ha centrado los esfuerzos de investigadores, médicos y personal sanitario, responsables políticos, fuerzas de seguridad, transportistas y empresas de actividades esenciales. Y esto en más de 160 países. Y durante más de dos meses y con la incertidumbre de no conocer el final del túnel. Ha generado mucha tensión interior, mucho dolor y gran preocupación por el futuro desarrollo de nuestra sociedad con sus consecuencias económicas y sociales.
Lo más duro ha sido la comprobación diaria de los fallecidos por esta enfermedad. El recuento era, y lo es todavía, una fuente de consternación y sufrimiento. Porque, tras los números fríos de las estadísticas, existe una persona concreta, una historia familiar, un proyecto de vida, una familia que experimenta la ruptura de la normalidad y vive el desconsuelo de la pérdida del ser querido sin una despedida familiar y normalizada soportando por ello un doble dolor.
También las medidas tomadas para todos los ciudadanos han sido duras, incómodas y de consecuencias imprevisibles. Hemos vivido en el interior de nuestras casas y hemos paralizado los trabajos y los servicios. Se han cerrado escuelas, industrias y comercios durante varias semanas. Y todos lo hemos aceptado con sentido del deber y con mucha responsabilidad. Los expertos nos han dicho que era inevitable. Durante este tiempo la sociedad ha sabido combinar el sufrimiento con la gratitud y la solidaridad. Se han mostrado también los mejores sentimientos del ser humano.
Los creyentes, además de todo lo anterior, hemos visto cerrados muchos de nuestros templos sin poder celebrar comunitariamente nuestra fe. Algunos hemos podido entrar en ellos para la oración individual y para pedir al Señor el fin de esta gran tragedia y, por supuesto, todos lo hemos hecho desde nuestras casas en un ambiente estrictamente familiar.
La colaboración de las comunidades parroquiales ha sido modélica. El trabajo de sacerdotes y equipos pastorales administrando los sacramentos y atendiendo a las personas más vulnerables ha sido inmensa. Todo ello debe ser motivo de gratitud por parte de nuestra sociedad. En mi caso lo hago con mucha convicción y con una gran esperanza de que todo servirá para mostrar en el futuro la fragilidad del ser humano y el sentido de la presencia de Dios en nuestra vida.
No hemos vivido las celebraciones pascuales en las calles y en los templos. Hemos experimentado lo que significa la fuerza de la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo desde el silencio, la reclusión y el ambiente familiar. Aprendamos a compartir igualmente la alegría de la Pascua con la caridad hacia quienes conviven a diario con nosotros.
Con mi bendición y afecto.