Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Estamos en el centro de la Semana Santa, que va desde el Domingo de Ramos al Domingo de Pascua. Ambos domingos se caracterizan por la fiesta que se hace en torno a Jesús. Pero son dos fiestas diferentes.
El domingo pasado vimos a Cristo entrar solemnemente en Jerusalén, como una fiesta, acogido como Mesías: y por Él se extienden mantos a lo largo del camino (cfr. Lc 19,36) y ramos cortados de los árboles (cfr. Mt 21,8). La multitud exultante bendice a grandes voces al «Rey que viene», y aclama: «Paz en el cielo y gloria en las alturas» (Lc 19,38). Esa gente celebra porque ve en el ingreso de Jesús la llegada de un nuevo rey, que traería paz y gloria. Esta era la paz esperada por esa gente: una paz gloriosa, fruto de una intervención real, la de un mesías poderoso que liberaría Jerusalén de la ocupación de los romanos. Otros, probablemente, soñaban el restablecimiento de una paz social y veían en Jesús el rey ideal, que daría de comer a la multitud con el pan, como ya había hecho, y realizaría grandes milagros, trayendo así más justicia al mundo.
Pero Jesús nunca habla de esto. Tiene delante de sí una Pascua diferente, no una Pascua triunfal. Lo único que le preocupa para preparar su ingreso en Jerusalén es ir sobre «un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre» (v. 30). Es así como Cristo trae la paz al mundo: a través de la mansedumbre y la docilidad, representadas en ese pollino atado, sobre el que no había montado nadie. Nadie, porque la forma de hacer de Dios es diferente a la del mundo. Jesús, de hecho, justo antes de Pascua, explica a los discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Son dos modalidades diferentes: una forma como el mundo nos da la paz y una forma como Dios nos da la paz. Son diferentes.
La paz que Jesús nos da en Pascua no es la paz que sigue las estrategias del mundo, que cree obtenerla por la fuerza, con las conquistas y con varias formas de imposición. Esta paz, en realidad, es solo un intervalo entre las guerras: lo sabemos bien. La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado consigo todo esto. Así nos ha liberado. Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino que nace del don de sí. Esta paz mansa y valiente, sin embargo, es difícil de acoger. De hecho, la multitud que alababa a Jesús es la misma que unos días después grita “Crucifícale” y, asustada y desilusionada, no mueve un dedo por Él.
En este sentido, siempre resulta actual un gran relato de Dostoievski, la llamada Leyenda del Gran Inquisidor. Narra que Jesús, después de varios siglos, vuelve a la Tierra. En seguida es acogido por la multitud alegre, que lo reconoce y lo aclama. “¡Ah, has vuelto! ¡Ven, ven con nosotros!”. Pero después es arrestado por el Inquisidor, que representa la lógica mundana. Este lo interroga y lo critica ferozmente. El motivo final del reproche es que Cristo, aun pudiendo, nunca quiso convertirse en César, el rey más grande de este mundo, prefiriendo dejar libre al hombre en vez de someterlo y resolver los problemas con la fuerza. Habría podido establecer la paz en el mundo, doblegando el corazón libre pero precario del hombre en virtud de un poder superior, pero no quiso: respetó nuestra libertad. «Si hubieses aceptado —dice el Inquisidor a Jesús—, la púrpura de César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo» (Los hermanos Karamazov, Milán 2012, 345); y con sentencia cortante concluye: «Pues nadie ha merecido más que Tú la hoguera» (348). Este es el engaño que se repite en la historia, la tentación de una paz falsa, basada en el poder, que después conduce al odio y a la traición de Dios y a tanta amargura en el alma.
Al final, según este relato, el Inquisidor querría que Jesús «le dijera algo, quizá también algo amargo, terrible». Pero Cristo reacciona con un gesto dulce y concreto: «se le acerca en silencio, y lo besa dulcemente en los viejos labios ensangrentados» (352). La paz de Jesús no domina a los demás, nunca es una paz armada: ¡nunca! Las armas del Evangelio son la oración, la ternura, el perdón y el amor gratuito al prójimo, el amor a todo prójimo. Es así que se lleva la paz de Dios al mundo. Por esto la agresión armada de estos días, como toda guerra, representa un ultraje a Dios, una traición blasfema al Señor de la Pascua, un preferir el falso dios de este mundo a su rostro manso. La guerra siempre es una acción humana para llevar a la idolatría del poder.
Jesús, antes de su última Pascua, dijo a los suyos: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). Sí, porque mientras el poder mundano deja solo destrucción y muerte —lo hemos visto en estos días—, su paz edifica la historia, a partir del corazón de cada hombre que la acoge. Pascua es entonces la verdadera fiesta de Dios y del hombre, porque la paz, que Cristo ha conquistado sobre la cruz con el don de sí mismo, nos ha sido dada a nosotros. Por eso el Resucitado, el día de Pascua, se aparece a los discípulos y ¿cómo les saluda?: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.21). Este es el saludo de Cristo vencedor, de Cristo resucitado.
Hermanos, hermanas, Pascua significa “paso”. Es, sobre todo este año, la ocasión bendecida para pasar del dios mundano al Dios cristiano, de la codicia que llevamos dentro a la caridad que nos hace libres, de la espera de una paz traída con la fuerza al compromiso de testimoniar concretamente la paz de Jesús. Hermanos y hermanas, pongámonos delante del Crucificado, fuente de nuestra paz, y pidámosle la paz del corazón y la paz en el mundo.
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