Fecha: 27 de octubre de 2024
Casi de forma inconsciente, cuando llegan estos días, me aventuro a poner por escrito un breve comentario sobre la muerte y el recuerdo de nuestros difuntos. Son muchos los que acuden al cementerio y, ante la tumba de sus seres queridos, rezan, recuerdan y agradecen. Es impresionante contemplar cómo familias enteras guardan unos momentos de silencio para limpiar las lápidas y poner unas flores y cómo se llenan de coches los alrededores de estos sagrados lugares donde los difuntos esperan la resurrección. La Conmemoración de los Fieles Difuntos que se celebra cada dos de noviembre nos recuerda nuestra solidaridad con todos aquellos que han cruzado el umbral de la muerte y nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el sentido profundo de la propia vida y de su final. Los cristianos sabemos la diferencia que existe entre esta celebración y la del día uno, festividad de Todos los Santos en la que gozamos y nos alegramos de la gloria que ingentes grupos de antepasados nuestros habitan en la Casa del Padre. Alegría por una parte en el primer día a la que añadimos la virtud de la esperanza en el segundo debido al anhelo contenido en nuestro corazón de que estén ya en los brazos de Dios. A Él le dirigimos nuestras oraciones en ese sentido. Ambos sentimientos se unen en estas jornadas que nos llenan de consuelo y nos recuerdan las palabras de Jesús sobre su muerte y su resurrección. Esto nos ayuda a aceptar nuestra muerte y a confiar en nuestra resurrección.
Es cierto que en la actualidad hay una tendencia a esconder la realidad de la muerte. La apartamos de nuestros domicilios. Preferimos que los que mueren sean atendidos por empresas especializadas. No queremos que los niños y adolescentes sufran por los familiares que fallecen; tampoco les proporcionamos recursos para afrontar esta realidad indiscutible. Nos da miedo hablar de la muerte o, al menos, nos resulta incómodo porque nos obliga a afrontar nuestra propia finitud. Nos hemos acostumbrado a moldear el cuerpo humano con innumerables procedimientos que prolongan la eterna y bella juventud huyendo de las arrugas y las limitaciones de la vejez. Parece que molesta la contemplación de los cuerpos ancianos. Seguramente siempre ha sido así, me dirán los sociólogos; no cabe duda de que en todas las épocas ha habido un temor reverencial ante la muerte. Los libros son testigos privilegiados en cada período ya que nos describen las tradiciones funerarias y las atenciones de los últimos días del ser humano. En el pasado y, sobre todo en el presente porque nos afecta de lleno, hay una respuesta a la condición mortal.
La respuesta cristiana nos la ofrece Jesucristo. Sus palabras y sus gestos son un camino seguro para nuestra propia vida. A Él acudimos cuando sobrevienen dificultades o cuando gozamos de algún tipo de felicidad personal, familiar o profesional. Por supuesto confiamos ante las preguntas radicales sobre el sentido de la vida presente y la futura. La muerte no es el final de todo, leemos o escuchamos en los funerales a los que asistimos. Así lo creemos y lo aceptamos porque desde la visión de la eternidad comprendemos de otro modo mejor nuestras relaciones con los demás y la condición antropológica de nuestro ser. Y Jesucristo nos lo enseña con su propia experiencia hasta la muerte en cruz, después de soportar los sufrimientos de la pasión, hasta la Resurrección.
La situación del creyente le conduce de modo indiscutible a la oración que le vincula con el Señor y le anima a solicitar lo mejor para los difuntos. Quienes acudáis durante estos días al cementerio, rezad por ellos. Participad de la Eucaristía, misterio de la Muerte y Resurrección del Señor. Es lo más importante que puede hacer un cristiano en estas jornadas. Y siempre.