Fecha: 16 de mayo de 2021
La cultura actual se caracteriza por una gran confianza en la ciencia. Los avances en el conocimiento de la realidad que nos rodea suscitan en nosotros un sentimiento de seguridad en muchos ámbitos, como la salud o la capacidad de reacción ante situaciones inesperadas. Cuando hablamos de ciencia nos referimos a un conocimiento del mundo y de las leyes que lo rigen que es fuente de progreso para la humanidad. El desarrollo de las ciencias naturales y sus aplicaciones en la medicina y en otros ámbitos de la vida han posibilitado un nivel de bienestar que era impensable en otros momentos de la historia. Incluso en una situación tan imprevisible como la que estamos viviendo, no se ha perdido la confianza en la ciencia.
Entre los dones del Espíritu Santo se menciona también el don de ciencia. De este hay que afirmar lo mismo que hemos dicho de los de sabiduría y de inteligencia: no estamos ante una cualidad que tienen unas pocas personas, sino ante un don que el Espíritu Santo derrama sobre todos los bautizados. Por ello, no lo debemos confundir con la ciencia tal como la entendemos en el lenguaje ordinario. No obstante, en el conocimiento científico hay un elemento que nos puede ayudar a entender en qué consiste este don del Espíritu. La ciencia nace de una manera de situarse ante la realidad: los científicos no se conforman con la inmediatez de lo que ven, sino que se preguntan por las causas de lo que sucede. Es esta actitud la que los lleva a profundizar en el conocimiento del mundo, a descubrir relaciones entre los fenómenos, a indagar las causas de los acontecimientos y a formular leyes que permitan entenderlos. La ciencia supone una mirada de la realidad que va más allá de la superficialidad de los fenómenos.
Si pensamos en las personas que conocemos, también podemos distinguir dos tipos de conocimiento. Hay de las que sabemos muchas cosas, pero no las conocemos porque no hemos tenido ninguna relación con ellas. Para conocer a alguien es necesario entrar en su interior mediante un contacto personal. Es entonces cuando comprendemos sus sentimientos, reacciones y manera de pensar. En el fondo nadie conoce mejor al otro que el amigo.
En el conocimiento de la fe puede ocurrir algo parecido. En los evangelios se nos narra que Jesús predicó en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su ministerio público. Sus paisanos, al oírle, reaccionaron con extrañeza: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es ese el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?” (Mc 6, 2-5). Lo sabían todo sobre Jesús pero, en el fondo, no lo conocían.
En la vida cristiana nos puede ocurrir lo mismo: se pueden saber muchas cosas y ser un gran teólogo, pero esto no es el don de ciencia. Mediante este don el Espíritu concede a los que perseveran en la vida de la gracia y crecen día a día en la amistad con Dios, un conocimiento interno de las realidades de la fe. Lo más necesario para el don de ciencia es ser amigo de Dios. Por ello, un cristiano tendrá el don de ciencia, no únicamente si sabe muchas cosas, sino si su fe está alimentada por el amor a Dios que crece en la oración.