Fecha: 18 de septiembre de 2022
Estimados y estimadas. Uno de los derechos más deseados y defendidos por una democracia es la libertad de expresión. En efecto, es muy necesario que, alejándonos de todo sistema autoritario y manipulador de conciencias, cada ciudadano y ciudadana se sienta con el derecho de expresar su opinión y encuentre canales adecuados. Es muy importante además que se valore el sentido de la crítica y del discernimiento. Una buena pedagogía deberá incluir la búsqueda de valores y de sentido, que ayude a nuestros jóvenes a ser independientes y autónomos a la hora de realizar una reflexión seria sobre los diversos acontecimientos de la historia.
Las críticas positivas son siempre bienvenidas porque ayudan a crecer y a hacer examen de conciencia a nivel social y eclesial. Nunca se debe caer en un silencio querido si esto implica dejar sin voz a alguna persona o grupo de personas, cuya situación reclama justicia social. Por eso cada palabra debe ser escuchada en profundidad por el estamento correspondiente. Y al mismo tiempo cada uno deberá ser lo suficientemente generoso y abierto para dejarse interpelar, buscando qué actitudes o acciones deberían cambiar o mejorar.
Todo esto reclama, sin duda, una sociedad madura, educada en el respeto y en el deseo auténtico de la paz y del bien común. Todo el mundo debe poder expresarse, sí, pero lo hará honradamente cuando ponga en primer lugar el progreso de los demás, de todos. Desgraciadamente, parece que nuestro mundo no acaba de deshacerse de los residuos de las murmuraciones y las injurias, muy a menudo amplificadas por la existencia de tantos canales de comunicación donde poder expresarlas. Quizás nos hemos acostumbrado a poder decir lo que queremos sin medir sus consecuencias, a mentir, a manipular la información, a despreciar a los demás y su dignidad, insensibles a la vida privada de las personas que merecen, como mínimo, ser tratadas desde la verdad. No deja de ser una contradicción que lo que queremos exponer, en principio para el bien común, acabe fomentando el ensañamiento sobre una persona o sobre una institución, cruzando la línea roja del respeto al otro, quizás llevados por el rencor o por el odio.
Por eso, ciertamente entristece cuando la forma de ejercer la libertad de expresión se afilia a los insultos, a las ofensas particulares, a los prejuicios sin conocimiento de causa. Y aún da más lástima cuando ese desprecio esconde un interés egoísta por parte de su autor o simplemente una actitud banal frente al otro y hacia su sufrimiento.
Nosotros, los que queremos seguir a Jesucristo, no podemos caer en estas trampas. El Maestro no dejó de apostar, por encima de todo, por la dignidad de la persona, por su valía como hijo e hija de Dios. Sin caer en la trampa del pacifismo, debemos aprender a medir las palabras, no para encubrir la mentira, por supuesto, sino para generar un espacio de inocencia y de honestidad a través del cual el otro pueda ser conocido desde su interior y desde su integridad. En definitiva, podemos expresarnos siempre con libertad, pero respetando también la libertad de todos. Ahora que retomamos un nuevo curso, tratemos de hacer este ejercicio dentro de la propia Iglesia.
Vuestro.