Fecha: 2 de octubre de 2022
El ambiente que se respira estos días en la Diócesis, como seguramente en todas, está lleno de preguntas tales como: ¿qué hemos de hacer?; ¿qué hago?; ¿qué hemos de programar?
Estas preguntas denotan vitalidad y son una buena señal. Corresponden a personas libres, que afrontan el futuro con responsabilidad. Son bienvenidas y deseables, en el sentido de que al menos se supera aquello de “ahora toca hacer”, “hagamos lo que todo el mundo”, “ahora se lleva esto o lo otro”.
Estas preguntas se pueden referir a situaciones más comprometidas, como quien elige un trabajo, el estudio de una carrera, una preparación profesional, una pareja, embarcarse en un negocio, optar por una determinada terapia, cambiar de domicilio, etc.
Pero sea que se trate de preguntas sobre cuestiones denominadas “pastorales”, sea que se refieran a cuestiones acerca del futuro personal, familiar o social, la cuestión más importante no es formular estas preguntas, sino llegar a responderlas y la manera como lo hacemos. Es decir, según qué criterios y qué medios hemos utilizado para decidir.
Generalmente este momento describe un círculo que empieza en un mismo (individuo o grupo) inquieto por el futuro, que sigue con la propia reflexión, poniendo en juego conocimiento, razón, experiencias vividas, etc., proyectando lo que se quiere, según el grado de adhesión, sensibilidad, gusto o manera de pensar, y acabando en uno mismo al tomar una decisión libre. El instante clave es justamente cuando proyectamos lo que queremos. Porque la pregunta sobre “lo que queremos” está respondida por una inmensa mayoría de forma unánime: los psicólogos consejeros, los tests de ayuda, los pedagogos, los que crean opinión en los medios, responden lo mismo, hasta resultar evidente para todos: lo que quiero es ser yo mismo, autorrealizarme, desplegar mis cualidades para obtener lo que necesito.
Advertimos que esto, a los ojos de todos es tan normal que este círculo reflexivo suele preceder incluso a una opción altruista o a la decisión de aceptar vivir con la pareja de la que uno se ha enamorado.
Desde el Evangelio las cosas no son exactamente así. Según nuestra fe, la persona humana es radical apertura en relación a Otro y a otros, de forma que tratamos de evitar todo riesgo de individualismo.
Sorprende que personas, especialmente jóvenes, que se quejan o han sido víctimas del individualismo generalizado en la sociedad, cuando explican lo que desean hacer en la vida, describen ese círculo, que empieza en uno mismo y acaba en uno mismo sin salir del propio yo (necesidad, tendencias, proyecto, decisión): “ser yo mismo, autorrealizrme”.
La revolución que desestabiliza radicalmente esta manera de pensar viene del hecho de que desde nuestra fe no “vivimos”, sino que somos llamados a la vida. Hay una voz que interfiere en el círculo cerrado de nuestra reflexión, para abrirnos otra dimensión. Vivimos en la medida en que somos llamados y respondemos. Existir humanamente es dialogar, entre la voz que llama y nosotros que respondemos.
Esto cambia radicalmente la vida, parece abrirse otro horizonte donde respirar más profundamente.