Fecha: 16 de octubre de 2022
El lenguaje, ese complejo sistema que ayuda a comunicarnos, es un misterio apasionante. Con frecuencia ha sido objeto de investigación por parte de científicos y filósofos. Por nuestra parte, es decir, por parte de quienes creemos y afirmamos que Dios se ha revelado “llamándonos”, la cuestión del lenguaje de Dios tiene extraordinaria importancia. ¿Es verdad que Dios ha hablado, se ha comunicado?; ¿cómo es posible?; ¿cuál es el lenguaje de Dios?
En principio, podemos decir que su lenguaje ha de ser muy especial. Su manera de comunicar no puede ser como lo hacemos los humanos, pues Él es un ser trascendente y sería una pretensión insensata afirmar que su lenguaje es, sin más, accesible para nosotros (si es que necesita “lenguaje” para comunicarse).
Sin embargo, hace dos mil años, un hombre como nosotros, se presentó diciendo que era la Palabra de Dios, su Verdad, su Hijo, conocedor y comunicador de la intimidad de Dios. Nosotros le hemos conocido, hemos visto lo que hacía y oído lo que decía y hemos creído en Él.
¿Qué significa eso? Nada menos que aquella osadía de poder conocer el lenguaje de Dios se ha hecho realidad gracias a la “osadía” del mismo Dios de asumir la forma humana, el lenguaje, la vida, la historia humana, para comunicarse con nosotros. ¡El lenguaje humano en Jesús puede comunicar la intimidad de Dios! Él no era una extraterrestre, ni un ángel, era un hombre y hablaba el lenguaje de los hombres. En eso consiste el misterio de la Encarnación, cuya fuente y motivo no es otro que el amor de Dios.
Esto, que para nosotros (y para todos los buscadores sinceros de Dios) es razón para la alegría y el agradecimiento, al mismo tiempo es un gran reto. Porque supone que hemos de “aprender” ese lenguaje de Dios. Porque, si bien ha asumido el lenguaje humano, sigue siendo trascendente.
Lo podemos entender desde la experiencia, hoy tan común, de nuestra relación con pueblos y culturas extranjeras. Se puede decir, salvando las distancias, que los pueblos extranjeros (y su lenguaje) trascienden nuestra cultura y nuestro lenguaje. Pero podemos hacer el esfuerzo de entendernos con ellos: podemos estudiarlos, informarnos, aprender su lengua, etc.
Pero aquí ocurre algo curioso. Un día comíamos varios españoles con un amigo que solo hablaba francés. Uno de nosotros, que había vivido en Francia cuatro años, se puso a su lado, para que pudiera disfrutar de una conversación fluida. El resto del grupo apenas podía comunicarse con él, aunque había estudiado francés, pero no podía entender y expresarse con fluidez. El amigo francés dio las gracias, porque, dijo, “se nota que éste ha vivido en Francia y no ha aprendido la lengua francesa en los libros, sino en la convivencia cotidiana”.
Es una experiencia frecuente, pero que nos hace pensar en nuestra conversación con Dios. “Saber cosas de Dios”, conocer incluso su lenguaje, que nos viene a través de la Sagrada Escritura, está al alcance de cualquier estudioso. Otra cosa muy distinta es aprender su lenguaje “conviviendo con Él”. La oración, la participación en los sacramentos, la vivencia de su amor, constituyen la gran escuela para aprender su lenguaje. Es un aprendizaje por contagio, que es el más auténtico y el más eficaz.