Fecha: 15 de diciembre de 2024
También la familia de Nazaret padeció la contingencia y las tensiones de un difícil contexto social y religioso. El secreto que les mantuvo arraigados en la esperanza sobre todo en los días más inciertos fue su fuerte experiencia de Dios, su confianza en el Dios de las promesas, cuidada siempre por la oración, tal como se refleja en el libro de los Salmos. Sabemos que temores y problemas son inherentes al ser humano en todos los momentos de la historia, quizás lo específico de nuestra época estribe en nuestro estado de ánimo para abordarlos. Un “ánimo bajo” que se visibiliza en lo extendida que está la depresión como dolencia psíquica en nuestras sociedades. Es fácil sucumbir a ella en algún momento de la vida. Se manifiesta en forma de tristeza, energía baja para trabajar, merma del vigor para orar o confiar en sí mismos o en los demás.
Quizás en algún momento pensábamos que la ciencia y la técnica iban a resolver nuestros problemas y asegurarnos un progreso en todos los órdenes de la vida. Pero no ha sido del todo así. La ciencia y la técnica han contribuido a mejorar condiciones de vida en muchas partes, pero, ¿somos mejores, más libres, más felices o solidarios que nuestros abuelos? ¿Puede llamarse progreso un desarrollo unilateral que no logra esos objetivos? ¿es el mundo actual más justo y libre? El incremento de autolesiones y suicidios entre adolescentes y jóvenes ¿no supone claudicar de la esperanza? ¿no es un grito que nos interpela como sociedad y como Iglesia? Reconocemos que la decepción convive con la esperanza y podemos aprender a asumir la decepción sin que suponga una fractura insalvable. Asumimos que la decepción es la sombra que acompaña la luz de la esperanza. Pero queremos vivir en la luz y esa luz que nos conecta al Creador habita en nosotros y la Iglesia es la comadrona cuya misión es facilitar el “alumbramiento”, de modo que, a la luz de Jesús, que cada bautizado, cada persona se reencuentre y deje iluminar por la luz de la esperanza que le habita, esa esperanza arraigada en el Espíritu Santo. Como cristianos queremos poner los pies en la tierra cuando decimos que vivimos con esperanza, una esperanza lúcida, activa y solidaria.
La esperanza es un deseo confiado. Sin la confianza no es posible esperar. Quien no tiene fe no sé cómo resuelve el fundamento de su esperanza, pero el discípulo de Cristo aprende a esperar confiado en la fidelidad de Dios que es Amor Fiel. Esta fidelidad es la garantía divina de nuestra confianza y, por tanto, de nuestra esperanza. En la Sagrada Escritura Dios insiste sobre sí mismo como misericordia y la fidelidad. Para evocar la fidelidad, la Biblia recurre a la imagen de la Roca. Dios es inmutable en su fidelidad. «Él es la Roca… es un Dios fiel» (Dt 32, 4). «Yo te amo, Yahvé, mi fortaleza, mi salvador, mi roca, mi baluarte, mi liberador, mi Dios» (Salmo 18 [17]). Las montañas presentes en el paisaje de nuestra diócesis, nos evocan esta imagen de solidez en el amor fiel de Dios encarnado en Jesucristo. A través de esta revelación, Dios no es puramente «el que cumplirá», sino «el que ya ha cumplido» en la vida, en la conducta, en la palabra, en la Muerte, en la Resurrección de Cristo y acabará su cumplimiento. Nuestra esperanza se funda, pues, en la memoria de la fidelidad de Dios atestiguada insuperable e irrevocablemente en el Acontecimiento Pascual que celebramos y hacemos contemporáneo en cada eucaristía. «En el Hijo de Dios a quien os anunciamos… todo ha sido un ‘sí’, pues Dios ha cumplido en Él todas sus promesas. Por eso nosotros decimos ‘Amén’ (sí) a Dios por medio de Él», (2Co 1, 19-20).