Fecha: 3 de septiembre de 2023
Estimadas y estimados. A veces, cuando decimos que algún acontecimiento es voluntad de Dios lo hacemos con actitud resignada, como si no nos quedara más remedio que aceptar lo que nos ha sobrevenido. Parece más bien que hablemos de lo que los clásicos llamaban destino: una fuerza arrebatadora a la que no podemos enfrentarnos y que debemos asumir de la mejor manera posible.
¿Pero creéis que es esta la actitud de Jesús ante la voluntad de Dios? Está claro que no. El Maestro de Nazaret no muestra ninguna migaja de resignación. Para él, hacer la voluntad del Padre no tiene nada que ver con un recorte de sus derechos o de su libertad. Más bien en toda su vida, en todo lo que hace y dice, se adivina un deseo de complacer a Dios con apasionamiento, desde el interior del corazón, como cuando uno quiere acertar el deseo y los gustos de la persona que ama: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra.» (Jn 4,34).
Quien pone a Dios en el centro de su vida no puede, sino anhelar lo que Él desea, tal como expresamos en el Padrenuestro: «que se haga tu voluntad aquí en la tierra como se hace en el cielo» (Mt 6,10). Con esta petición nos estamos comprometiendo a hacer posible que nuestro mundo, aquí y ahora, exprese los espacios del cielo: espacios de amor y de auténtica paz.
Y es que la voluntad de Dios no puede reducirse a algo mecánico. No podemos preguntar por ella como si estuviéramos buscando el resultado de un oráculo, la seguridad de acertar en un hecho o decisión. No podemos empequeñecerla haciéndola depender de lo que consigamos por nuestros méritos y con nuestras fuerzas.
Más bien, buscarla, conocerla. Vivirla depende de una actitud madura, responsable, firme. Porque la voluntad divina esconde el secreto de su designio para la humanidad entera. Es decir, lo que Dios quiere realmente es la felicidad de cada hombre y cada mujer.
Esto es lo que entendió San Pablo cuando expresaba con profundidad: «el designio de Dios es este: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo, y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3,6). Lo que Dios quiere es invitar a la humanidad entera a formar una sola familia, a reunirse en nombre del amor en mayúsculas, a vivir en fraternidad.
Jesús es muy claro al respecto cuando, encarándose a los fariseos y a los maestros de la Ley, acepta a un publicano como discípulo y comparte la mesa con los considerados pecadores de la sociedad. Dirigiéndose a quienes se alababan de ser los mejores intérpretes de la voluntad divina, dice sarcásticamente: «Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9,13). Es necesario que aprendamos, por tanto, que si el Maestro comparte una comida con publicanos y pecadores es porque en el banquete del Reino no puede faltar nadie, y esta es la voluntad que él nos trae de parte del Padre.
Únicamente quien anhela luchar por lo que Dios quiere puede comprender el significado de la oración de Getsemaní: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». (Lc 22,42). Unas palabras que denotan auténtica libertad de espíritu.
Vuestro,