Fecha: 6 de febrero de 2022
Desearíamos escuchar más mensajes realmente evangelizadores. Añoramos palabras, no solo en boca de laicos, sino también de religiosos consagrados y sacerdotes, que anuncien a Jesucristo clara y expresamente, con libertad, sencillez y buen ánimo. La carencia hoy de estos mensajes merece una profunda reflexión, que ahora no podemos abordar.
Pero sí es posible reflexionar sobre uno de los obstáculos que hallamos en el momento de anunciar explícitamente a Jesucristo. Nos referimos a dos enemigos de la evangelización contrapuestos: por un lado, la falsa seguridad, el engreimiento, que puede dar apariencia de celo o valentía; por otro lado, “falsa humildad” o la humildad mal entendida, que puede disfrazarse de prudencia o sencillez evangélica.
Tenemos muy fija en la memoria la imagen del predicador, el educador, el ministro de la Iglesia, que transmitía la fe de una manera prepotente e impositiva, seguro de poseer una especie de autoridad, amparado en un pretendido derecho que le otorgaba la Iglesia o la sociedad. Algunos quizá pueden haber sido testigos de esta conducta. En todo caso, los medios de comunicación y determinadas expresiones culturales se han encargado de mantener vivo este recuerdo, mediante caricaturas y sarcasmos.
Hoy es más frecuente constatar el silencio sobre Jesucristo (o Dios) aduciendo motivos pastorales (“no es oportuno”, “podemos ser mal interpretados”, “hay que esperar que hagan un proceso de maduración humana”, “hemos de superar los tiempos de fe impuesta”, “mejor que lo pidan”, etc.) o motivos teológicos, como la no necesidad del anuncio expreso y el correspondiente acto de fe en Cristo, la reducción del mensaje a ideas de carácter ético asumibles por el pensamiento actual, la prioridad absoluta de la acción transformadora social, etc.
Ambas posturas no corresponden a lo que nos enseña la Escritura.
Isaías en el marco del diálogo vocacional, al ser llamado por Dios a ser profeta responde:
“¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo” (Is 6,5).
Estas palabras, junto a las de San Pedro, tras ser testigo de una pesca abundante y milagrosa, en un mismo marco vocacional evangelizador (“No temas, desde ahora serás pescador de hombres”), son enormemente iluminadoras para el evangelizador.
– El evangelizador no lo es por él mismo, ni por encargo del pueblo, de la comunidad o de un grupo. La iniciativa y la misión siempre viene de Dios o de Jesucristo.
– Un buen distintivo de la autenticidad del evangelizador es el sentimiento y la convicción de humildad (incapacidad). Pero esta vivencia nada tiene que ver con el complejo de inferioridad, ni proviene de la comparación con otros más eficaces, sino de la contemplación de la gloria de Dios, sea en los cielos (visión de Isaías), sea en la tierra (obras de Cristo en favor de los hombres)
– Tras esta experiencia la misión evangelizadora se apoya en la capacitación que otorga el mismo Dios al evangelizador. Una capacitación que libera de miedos, complejos, orgullos y prepotencias y, al mismo tiempo, no concede ningún derecho, sino una llamada al servicio.
Todo esto determina un modo de vivir y de evangelizar, que no es sino el estilo y la manera como vivió y evangelizó el primer y único apóstol, Jesucristo.