Fecha: 22 de enero de 2023
La experiencia de ser madre contiene una riqueza tal que ha servido a lo largo de la historia para explicar misterios profundos. Lo podemos verificar en la historia de las religiones y de la cultura en general (las cosmogonías, mitos, etc.) Si perdiéramos de vista la maternidad, nos veríamos privados de una de las claves esenciales que la humanidad ha utilizado para entenderse a sí misma.
Este hecho es especialmente claro en el ámbito de nuestra fe. La maternidad está siempre presente a la hora de explicar lo que creemos y vivimos. No podía ser de otro modo.
Celebrar el “Día de la Palabra” significa volver la mirada, una vez más, con la mente y el corazón a la Biblia, a la Sagrada Escritura, como Palabra de Dios. Dios se dirige a nosotros dialogando, a través de unos textos. Algunos de estos textos se proclaman en la Misa acompañados por la expresión “¡Palabra de Dios!”, a la que respondemos con alegría “¡Te alabamos, Señor”! Dios nos habla y nosotros respondemos… también con la vida.
Este hecho admirable, el diálogo entre Dios y nosotros, se verifica constantemente en nuestra vida cristiana (todo acto evangelizador, educación, catequesis, anuncio, liturgia, oración, meditación, etc.) y merece ser bien entendido. El genial intérprete de la Biblia en la antigüedad (s. II), Orígenes, comentando el libro del Éxodo, explicaba esta maravillosa comunicación de la Palabra de Dios en la Escritura, mediante la imagen de la maternidad.
“No podrás ofrecer a Diosalgo de tu pensamiento, o de tu palabra, a no ser que antes hayas concebido en tu corazón la Escritura; a no ser que hayas estado atento y hayas escuchado con diligencia, no puede tu oro ser probado, ni tampoco tu plata; se exige que sean probados… Por tanto, si has concebido en tu corazón la Escritura, tu oro, es decir, tu pensamiento, será probado y tu plata que es tu palabra, será probada” (Hom. Sobre Éxodo, XIII,2)
Como hizo María, la Madre de Jesús, que concibió en su seno y en su corazón la Palabra (el Verbo de Dios) escuchándola, así cada uno cuando se encuentra ante la Escritura: cree, obedece y trata de responder desde el corazón. Nuestra oración (pensamiento, plegaria, palabra), con el acto de fe, y con toda la vida, forma parte de esta respuesta. Una respuesta que viene a ser ofrenda agradecida, alabanza de amor, valiosa como el oro y plata. Sólo que esa ofrenda valiosa ha de ser “probada” en el corazón.
Para Orígenes, con toda la tradición más antigua, escuchar la Palabra contenida en la Escritura exige un auténtico acto virtuoso, un ejercicio ascético, hasta el punto de que, si alguien pretendiera entender la Biblia y no lo realizara, no entendería nada, no captaría lo que el Señor quiere decirle. Y la verdad es que ¿quién podrá captar la palabra de un amigo si no es recibida como tal, si no existe la amistad?
Se ve que esta forma de entender la comunicación entre Dios y nosotros a través de la Escritura tiene grandes consecuencias para explicar, no solo la vida de fe, sino también toda la tarea evangelizadora. Transmitir la fe y educarla mediante la palabra, el testimonio, el acompañamiento es facilitar que la Palabra sea engendrada en el otro, crezca y vea la luz en una criatura nueva. Una madre cuando, educando, transmite la fe al hijo sigue ejerciendo de madre, en continuidad con el momento en que dio a luz (quizá con un dolor semejante). He aquí la fecundidad de la Iglesia, que no cesa de engendrar hijos a imagen de su Hijo Jesucristo, la Palabra (el Verbo) hecha carne.