Fecha: 15 de diciembre de 2024
La esperanza es una palabra que repetimos mucho para cualquier circunstancia de la vida cuando queremos mirar hacia el futuro y llenar el mundo de aspectos positivos. La esperanza es una virtud teologal en unión con la fe y la caridad, donde arraigan las virtudes humanas. Éstas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Es un buen resumen que contiene nuestro catecismo para describir el esfuerzo humano encaminado al servicio del bien común de la sociedad. En este mismo texto básico se afirma también que las virtudes teologales se refieren directamente a Dios, quien las infunde en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna.
En este tiempo de Adviento reiteramos que la virtud de la esperanza debe envolver nuestra vida cristiana porque preparamos, personal y comunitariamente, el Nacimiento de Jesús quien nos permite cumplir todas las expectativas para conseguir una felicidad completa y permanente. En ese sentido felicitamos en Navidad con mucho afecto a familiares y conocidos.
Un nuevo motivo de reflexión ha introducido al papa Francisco al proponer como lema del Jubileo del año 2025: Peregrinos de esperanza. Esta indicación es para todos nosotros un gran consuelo y un compromiso para caminar, como peregrinos, por la vida poniendo nuestras facultades al servicio del resto de la humanidad en comunión con la Iglesia que ofrece al mundo el mensaje, la obra y la persona de Jesucristo.
Todo lo anterior me viene a la mente por la admiración que suscitó en muchos de nosotros la gran cantidad de voluntarios que se reunieron para prestar su servicio a los afectados por la DANA hace unas semanas en la provincia de Valencia y en otras regiones. En todos nosotros se produjo admiración y alegría al contemplar a tantos jóvenes, provistos de escobas y recogedores, que ayudaban en la limpieza de casas y calles de tantas poblaciones destruidas por la fuerza del agua. Fue una bocanada de aire fresco que nos golpeó positivamente el rostro para pensar y para decir: ¡cuánta solidaridad existe a nuestro alrededor!, es impresionante la entrega a los demás de los que responden a la llamada de la necesidad y de la angustia de sus semejantes olvidando prejuicios, ideologías o situación social. Hay que pasar a la acción. Tiene que surgir la compasión desde nuestro interior para abrazar y acompañar a quienes lo han perdido todo. Miran derrumbados por las circunstancias exteriores y muestran una mueca de gratitud en sus ojos cuando reciben la ayuda de forma desinteresada por tantos desconocidos por que se sienten hermanos.
Dentro de la inmensa tragedia que se produjo durante los últimos días de octubre hay también motivos de esperanza. Y conviene repetirlo y agradecerlo. Mucho más, desde mi punto de vista, cuando tantas personas se movían por su profunda fe y su servicio caritativo. Venían muchos de ellos desde fuera de esas poblaciones pero también, en su interior, afloraban las comunidades cristianas, los esfuerzos de los sacerdotes, los espacios sagrados de los templos, las casas parroquiales o los centros educativos, dispuestos a dar todo lo mejor que habían recibido de Cristo para compartirlo con sus hermanos. Era la misma Iglesia que se hacía, una vez más, presente en las dificultades y en las tragedias. No era ajena a nadie. No venía de fuera como una institución u organización más. Estaba allí, como siempre, porque sus miembros habían nacido, habían crecido y se habían formado con las palabras y los gestos de Jesús.
En este tiempo de Adviento hay motivos de esperanza por la acción vista y por la convicción de que la venida de Jesucristo nos traerá la paz, la justicia y la felicidad.