Fecha: 5 de enero de 2025
Estimadas y estimados. Nosotros los llamamos reyes, pero los evangelios hablan de magos, sabios venidos del Oriente. ¿Qué hacen en Israel estos personajes importantes, que sobresalen por sus conocimientos y su sabiduría? ¿No tienen suficiente riqueza, suficiente cultura en sus países de origen, conocidos como la cuna de la civilización humana?
Dicen que han visto una estrella. Si la han visto, es porque estaban observando el universo y sus signos. Su inteligencia se basa en querer saber, en querer descubrir, en no tener nunca bastante. Si son sabios es precisamente porque están necesitados de conocimiento. Su indigencia es, paradójicamente, el motor que les empuja a salir de sus seguridades e ir a buscar más allá de ellos mismos. Gente intrépida e insaciable. ¡Cuánta falta nos hacen!
Y, aun así, no parten de cero. Saben discernir los elementos naturales y no tienen ninguna duda que aquella estrella indica el nacimiento del rey de los judíos. Abiertos a la sabiduría de otros pueblos y culturas, quizás habían escuchado alguna vez las palabras de Balaam, el profeta que escucha los presagios de Dios y que anuncia la venida de los tiempos mesiánicos: «Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel.» (Nm 24,17). Como Balaam, nuestros sabios tampoco estaban cerca, por eso se han puesto en camino desde muy lejos. Y, aun así, les ha tocado vivir en el tiempo oportuno que les permitirá constatar la realización de la antigua promesa.
Una vez averiguada la significación de la estrella, marchan hacia Jerusalén. Sus cálculos son buenos. Si ha de nacer el rey de los judíos, ¿dónde debe ser encontrado? Jerusalén, la ciudad sagrada donde se ubica el templo de Dios, es la opción preferencial. También parece adecuado el interlocutor elegido: Herodes es el soberano del pueblo, la autoridad que tiene el deber de guiarlos en este descubrimiento maravilloso. Pero he aquí que los magos todavía tienen que aprender mucho. No es la gran Jerusalén la que abriga a su rey, sino Belén, aquella población demasiado «pequeña entre los clanes de Judá» (Mí 5,1). No es el soberano Herodes quien los conducirá hacia el Mesías, más bien serán ellos los que tendrán que descubrir que aquel nacimiento es más temido que deseado, más reprobado que anhelado.
Y con tantas y tantas experiencias a sus espaldas, aquellos sabios comprenden que solo pueden hacer caso de la estrella, esa misma estrella que un día les hizo zarpar hacia lo desconocido. Se encuentran con un pesebre donde ven al Niño acunado por sus padres. Una imagen muy cotidiana después de un nacimiento reciente. Los sabios quieren comprender: ¿qué tiene que ver esta imagen con el rey de los judíos? Y su misma pasión de conocimiento los deja limitados, fenecidos. Ninguna palabra puede expresar la grandeza del misterio. Silencio. Solo pueden postrarse hasta el suelo y adorar. Solo pueden hacer ofrenda de su búsqueda y atisbar la señal luminosa de la estrella en la humilde figura de aquel Niño. Noche de búsqueda y de adoración.
Vuestro,