Fecha: 18 de diciembre de 2022

Estimadas y estimados, «Dejad toda esperanza, vosotros que entráis», escribe Dante en el «Infierno» de la Divina Comedia. Por el contrario, podríamos decir: «Recuperad vuestra esperanza, vosotros que entráis en la iglesia». ¡En esta última semana de Adviento, sintámonos llamados a recuperar nuestra esperanza!

Nos encontrábamos en las vísperas de la Navidad y recuerdo a todos y cada uno de los participantes en la misa de aquel pueblo pequeño que tenía encomendado. «Nuestra esperanza es el Señor, confiamos en su Palabra». Iban respondiendo a esta antífona con un canto prolongado, arrastrando la voz, la vida y todos los días de la semana acabados de pasar. El lector iba proclamando las estrofas del Salmo y Paco, estratégicamente situado como acólito, pasaba lista disimuladamente con la mirada.

En el primer banco, la Dolores, bastante sorda y con dolor en la espalda, desafinaba solemnemente. Por su cabeza pasaban gotas, recetas y otros potingues sanitarios. En el segundo banco, Pilar entonaba el pesar del marido difunto y la esperanza prolongada del reencuentro. En el segundo banco del otro lado, Pedro no cantaba. Pensaba que era mejor para el Señor no ofrecerle su canto. Su vista se perdía por el ábside de la iglesia y su espíritu iba soñando una oración: «Señor, a pesar de mi pasado, ya sabéis que os quiero». En el cuarto banco, dos niñas engalanadas barajaban el cantoral sin parar de moverse y, de vez en cuando, provocaban una discreta advertencia de su madre, que ya sabía que no podían estarse quietas. El padre había ido de cacería, y el próximo domingo habría de acompañar al niño mayor a jugar al baloncesto y al siguiente debería ir quién sabe dónde… En el quinto banco, Antoni y Quimeta, un matrimonio mayor, con el ademán sereno de la gente que ha tenido que luchar mucho; con cuatro hijos casados, dos de ellos por lo civil, y con nietos que no están bautizados. En el sexto banco, una chica universitaria y catequista en la agrupación de parroquias, sola, sin el novio que siempre le decía que él es católico, pero no «fanático» y que una persona no es mejor porque vaya a misa y todo ese etcétera… En el sexto banco del otro lado, una familia de Barcelona que tiene una casita en el pueblo, con atuendo deportivo, chándal y botas de montaña, con ganas de respirar espiritualmente antes de añadirse a la caravana de vehículos para el regreso al atasco permanente de la gran ciudad. Al otro lado, justo en la puerta de salida, como quien no se atreve, Siset, un hombre de mediana edad oía misa en silencio, con los ojos fijos en la cruz del altar. Parecía siempre ausente. Tampoco iría a comulgar. Él, probablemente, y Nuestro Señor, seguro, ya sabían porque estaba allí.

Cada persona en la iglesia era como una antífona, una respuesta genuina al canto del salmista que alababa, que se compadecía, que buscaba el regreso al latido de la confianza filial. Toda aquella gente, tan diversa y extendida por la nave de la iglesia, era signo de una intuición fundamental, impulsada por el Espíritu: el milagro de ser miembros de un mismo cuerpo. Yo, que los miraba tras el altar, descubrí en ellos a la Iglesia como misterio de comunión. En aquella pequeña parroquia se elaboraba cada domingo el misterio amoroso de un gran pueblo: el Pueblo santo de Dios. ¡Que no es pequeño consuelo! Y yo, que los contemplaba desde lo alto del presbiterio, de repente capté el sentido profundo de la antífona cantada: «Nuestra esperanza es el Señor, confiamos en su Palabra».

Vuestro.