Fecha: 21 de junio de 2020
Hoy comenzamos la «nueva normalidad», y recuperamos la movilidad plena en todo el territorio. Eso sí, será obligatorio el uso de mascarillas en todos los espacios, tanto cerrados como abiertos; además, hay que mantener todas las medidas de prevención e higiene ya contempladas para los diferentes establecimientos y servicios; y los centros residenciales de personas mayores deberán tener planes de contingencia en caso de rebrotes.
Desgraciadamente todavía no se han descubierto vacunas o tratamientos eficaces contra el coronavirus, por lo que la sociedad tiene que resignarse a convivir con el virus hasta que lleguen. En este periodo es necesario mantener con rigor las precauciones y medidas de protección para prevenir cualquier contagio y minimizar el riesgo de un repunte de la pandemia. Ciertamente no podíamos imaginar hasta qué punto nuestros hábitos y costumbres sociales se verían trastocados. De momento hay que mantener las cautelas al máximo hasta que llegue un tratamiento o vacuna eficaz.
No es de extrañar que en buena parte de la población aparezca un cierto miedo. El miedo forma parte de la vida humana, y este tiempo está marcado por incertidumbres y riesgos que nos provocan miedo: la enfermedad y la muerte vistas de cerca, una crisis económica larga y severa, una considerable distorsión en las relaciones personales, familiares, laborales, sociales. Como creyentes también podemos ser asaltados por ese miedo: ¿Volverán los fieles a las celebraciones? ¿Podrá la Iglesia seguir desarrollando su actividad evangelizadora? ¿Quedarán muchos feligreses en el camino?
Miedo es lo que sintieron los Apóstoles en lago de Genesaret. Después de la primera multiplicación de los panes, Jesús se retira al monte para orar mientras los discípulos se adelantan hacia la otra orilla. En un momento dado, la barca se encuentra sacudida fuertemente por las olas, porque el viento era contrario; además, entrada la noche, se les acerca Jesús caminando sobre las aguas. Los discípulos se asustan creyendo que era un fantasma y gritan de miedo. Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mc 6,50). El mar simboliza la vida presente; la tempestad significa los sufrimientos y dificultades que padece el ser humano; la barca representa a la Iglesia, edificada sobre Cristo. La conclusión es la necesidad de sobrellevar con firmeza las adversidades de la vida, y confiar siempre en Dios.
En esta escena evangélica podemos distinguir tres elementos: el primero, que están abandonados a sí mismos; el segundo, que se encuentran “de noche”, lejos de Jesús; por último, que se hallan expuestos a las fuerzas adversas tanto exteriores como interiores. Los tres elementos los mantienen alejados de Jesús, y como están lejos, no lo pueden reconocer; llegan incluso a pensar que es un fantasma y por eso gritan de miedo. Jesús los tranquiliza. Toda la reflexión apunta a la confianza que la Iglesia naciente ha de tener en medio de las dificultades. También nosotros hemos de reavivar la confianza, porque Jesús está entre nosotros y nos da paz, serenidad, unidad. Confiando en Él superaremos el miedo.
Jesús nos dice también a nosotros: «¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!». Nos libera del temor y nos da la fuerza para superar los problemas. Estas palabras pertenecen a la esencia de su mensaje. Se hicieron realidad para los discípulos en aquel momento y son realidad para nosotros ahora, sea cual sea nuestra situación. Si fijamos la mirada en nosotros mismos, o tenemos más conciencia de los “elementos” que de la presencia de Jesús, entonces tenemos miedo. Andamos seguros cuando fijamos la mirada en Él, cuando tenemos conciencia de su presencia entre nosotros.