Queridos hermanos y hermanas:
Con la celebración de las primeras Vísperas de la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo en la basílica de San Pablo extramuros se clausuró, como sabéis, el 28 de junio, el Año paulino, en recuerdo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol de los gentiles. Damos gracias al Señor por los frutos espirituales que esta importante iniciativa ha aportado a tantas comunidades cristianas. Como preciosa herencia del Año paulino, podemos recoger la invitación del Apóstol a profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, para que sea él el corazón y el centro de nuestra existencia personal y comunitaria. Esta es, de hecho, la condición indispensable para una verdadera renovación espiritual y eclesial.
Como subrayé ya durante la primera celebración eucarística en la Capilla Sixtina después de mi elección como sucesor del apóstol san Pedro, es precisamente de la plena comunión con Cristo de donde «brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños» (Homilía, 20 de abril de 2005, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7). Esto vale en primer lugar para los sacerdotes. Por eso demos gracias a la Providencia de Dios que nos ofrece ahora la posibilidad de celebrar el Año sacerdotal. Deseo de corazón que constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en consecuencia, de firme revigorización en el compromiso de su misión.
Como durante el Año paulino nuestra referencia constante ha sido san Pablo, así en los próximos meses contemplaremos en primer lugar a san Juan María Vianney, el santo cura de Ars, recordando el 150° aniversario de su muerte. En la carta que escribí para esta ocasión a los sacerdotes, quise subrayar lo que más resplandece en la existencia de este humilde ministro del altar: «su total identificación con el propio ministerio». Solía decir que «un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina». Y casi sin poder percibir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana, suspiraba: «¡Oh, qué grande es el sacerdote!… Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia».
En verdad, precisamente considerando el binomio «identidad-misión», cada sacerdote puede advertir mejor la necesidad de la progresiva identificación con Cristo, que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El título mismo del Año sacerdotal —«Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote»— pone de manifiesto que el don de la gracia divina precede a toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del sacerdote, el anuncio misionero y el culto no se pueden separar nunca, como tampoco se deben separar la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora.
Por lo demás, podríamos decir que el fin de la misión de todo presbítero es «cultual»: para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a él (cf. Rm 12, 1), que en la creación misma, en los hombres, se transforma en culto, en alabanza al Creador, recibiendo la caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros. Lo constatamos claramente en los inicios del cristianismo. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo decía que el sacramento del altar y el «sacramento del hermano» o, como dice, el «sacramento del pobre» constituyen dos aspectos del mismo misterio. El amor al prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque a través del ministerio de los presbíteros se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la nueva venida del Señor. Esta es la principal dimensión, esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir al sacrificio de Cristo su propio sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo.
Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cansancios también en el ejercicio del ministerio sacerdotal, es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: «El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo» (Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2). Por tanto, la misión de cada presbítero dependerá, también y sobre todo, de la conciencia de la realidad sacramental de su «nuevo ser». De la certeza de su propia identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuita y divinamente, depende el siempre renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros vale lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1).
Habiendo recibido con su «consagración» un don de gracia tan extraordinario, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior, pueden realizar plenamente su «misión» mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los sacramentos. Después del concilio Vaticano II, en muchas partes se tuvo la impresión de que en la misión de los sacerdotes en nuestro tiempo había algo más urgente; algunos creían que en primer lugar se debía construir una sociedad diversa. En cambio, la página evangélica que hemos escuchado al inicio llama la atención sobre los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y hoy, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de expulsar a los espíritus malignos. Por tanto, «anuncio» y «poder», es decir, «Palabra» y «sacramento», son las dos columnas fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.
Cuando no se tiene en cuenta el «díptico» consagración-misión, resulta verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. El presbítero no es sino un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, haciendo constantemente suyos los criterios evangélicos. El presbítero no es sino un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida: ayudar a extender el reino de Dios hasta los últimos confines de la tierra.
¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, puesto que es Dios mismo quien lo llama y lo constituye en su servicio apostólico. Y precisamente por ser todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres. Durante este Año sacerdotal, que se prolongará hasta la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Es preciso que en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas —especialmente en las monásticas—, en las asociaciones y en los movimientos, en las diversas organizaciones pastorales presentes en todo el mundo, se multipliquen iniciativas de oración, en particular de adoración eucarística, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales, respondiendo a la invitación de Jesús a pedir «al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38).
La oración es el primer compromiso, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes y el alma de la auténtica «pastoral vocacional». El escaso número de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe impulsar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la Confesión, para que muchos jóvenes puedan escuchar y seguir con prontitud la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando. Quien ora no tiene miedo; quien ora nunca está solo; quien ora se salva. Sin duda, san Juan María Vianney es modelo de una existencia hecha oración. Que María, la Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del Evangelio.
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